El espiral de silencio
La anécdota es así. El lunes pasado fui a ver la película Gravedad al Cinemark de Palermo, en su versión 3D. La unanimidad de críticas elogiosas en la prensa me empujó. Las luces se apagaron. La película comenzó. Dentro de mí crecía, minuto a minuto, primero la sorpresa, luego el espanto y finalmente la indignación: me resultaba increíble lo malo que era aquello que se desarrollaba en la pantalla, lo básico y rudimentario de la trama sólo empujada por una factura técnica impecable, coronada por un mensaje escapado de un manual de autoayuda escrito por un gurú en estado catatónico: “Y bueh, la vida continúa”. Cuando llegaron los títulos finales, vi que la persona que había ido conmigo se tomaba la cara. Con temor le pregunté si se había emocionado con el final, y separó las manos para mostrarme una sonrisa. Lanzó una carcajada mientras me decía: “No puedo creer lo que es este bodrio”. Aliviado de no haber estado loco al padecer el metraje, comenzamos a criticar el film en voz alta, como para ver la reacción del público en la sala. Una mujer me dijo: “Es mala, ¿no? A mí me pareció. Es raro, porque todos dicen que es excelente”. Y entonces, como un reguero de pólvora, la audiencia comenzó a reconocer que, en efecto, lo que acababa de ver era una porquería y que había sentido miedo de decirlo porque la crítica había sido muy elogiosa.
La socióloga Elisabeth Noëlle-Neumann explicaba este tipo de situaciones en su obra La espiral de silencio: en los grupos humanos suelen radicarse “verdades” que no todos comparten pero que, establecidas por voces autorizadas, nadie se atreve a cuestionarlas por miedo al rechazo. Si algo enseñaba el genial Michel Foucault era que debe desconfiarse de las “verdades” establecidas, porque son fruto de luchas de poder donde por lo general se impone quien cuenta con más recursos, que no necesariamente es el más justo ni mucho menos el más sabio: una verdad, entonces, es aquello que se mete tanto en nuestro interior que ni siquiera nos atrevemos a cuestionarlo porque lo que en verdad no nos atrevemos a cuestionar es el poder establecido, lo cual resulta funcional para que todo continúe sin cambios. Entonces, si uno ve algo aburrido o estúpido pero que la voz autorizada halagó, teme decir que le resulta aburrido o estúpido porque se le irían al humo los dueños de las voces autorizadas para defender el poder que detentan y del que, en algunos casos, abusan. No por las obras, sino por usufructuar los beneficios del poder.
En fin. Aproveché el martes para volver a ver 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Mientras transcurría, me emocioné hasta las lágrimas, porque recordé ante esa obra maestra que el arte puede preguntarse acerca del sentido de la existencia de nuestra especie en vez de mostrarnos personas flotando que ni siquiera se preguntan qué hacen ahí y, por tanto, no nos empujan a preguntarnos qué hacemos acá. A algunos la ausencia de interrogantes los tranquiliza, y es respetable. A otros, en cambio, nos recuerda que el intento de trascendencia es objetivamente superior a la mediocridad en que se encuentra y festeja hoy el ser humano.