Antiguas historias de una neurosis familiar
PRUEBA Y ERROR Dramaturgia y dirección: Juan Pablo Gómez Interpretación: Alejandro Hener, Anabella Bacigalupo, Nahuel Cano, Patricio Aramburu y Luna Etchegaray Asistencia en escena: Gastón Exequiel Sánchez y Manón Cotte Música e interpretación: Santiago Torricelli Diseño espacial: Gondry Iluminación: Matías Sendón Vestuario: Paola Delgado Producción: Paloma Lipovetzky y Cartonero Gondry Funciones: jueves a las 21 en Timbre 4 (México 3554) Cartonero
Que los vínculos de pareja y de padres e hijos están atravesados por conflictos y tensiones parece una verdad tristemente establecida. Pero cuando es retomada por un equipo teatral lúcido y sensible, el resultado saca al espectador de esa confortable zona de ironía y resignación, de quien parece ya saberlo todo. Esto es lo que sucede en Prueba y error, de Juan Pablo Gómez.
El qué de esta obra no sorprende; la temática podría encontrarse en otros espectáculos, en el cine y hasta en programas televisivos: una pareja separada, con una hija, de la que ninguno de los padres se hace cargo con madurez, y que queda a merced de otros adultos del entorno familiar, tan infantilizados y egocéntricos como la madre y el padre de la criatura. La clave de Prueba y error está en el cómo, en la metáfora escénica que trasciende el argumento lamentablemente actual.
Dos claves: el elenco y el espacio. Tres de los actores ya protagonizaron otra exitosa obra de Gómez, Un hueco: Pa- tricio Aramburu, Nahuel Cano y Alejandro Hener. A ellos se suma Anabella Bacigalupo, quien tiene un exigente doble rol, que le implica repetidos cambios de vestuario y de estado. Y por último, lo más importante: Luna Etchegaray, quien acaba de cumplir 13 años. Ella encarna a Camila, en torno a quien los demás personajes parecen desvivirse –la excusa es cómo organizarle su fiesta de cumpleaños–, pero, en el fondo, la ignoran. El realismo, sin sobrecargas de dramatismo, con que los adultos y esta niña conviven en el escenario, subraya la crudeza. Camila es interpelada, sacudida, abrazada; sigue a un tío misterioso y seductor; soporta el contacto con saliva, lágrimas, sudor… La actuación de Etchegaray, contenida, estoica, el contrapunto con los gritos que la rodean, es una provocación al espectador.
El espacio es móvil. Circulan puertas con rueditas, bancos que rápidamente se reacomodan y establecen una pared, un límite. No hay margen para la fuga; los personajes salen de una situación; el espacio se modifica y vuelven a caer en el círculo vicioso de sus imposibilidades emocionales.
Mientras, dos asistentes en vivo transportan lámparas que colaboran a segmentar ambientes, y un pianista hace unos acordes: todo condimenta con mayor incomodidad. Estas presencias silenciosas son una extensión del público, que está ahí, en medio de esas situaciones tremendas, conocidas, pero congelado, en una irritante parálisis que sólo se aliviana con alguna carcajada pasajera que, sin embargo, sólo alcanza a realzar el horror del absurdo cotidiano.