Perfil (Sabado)

Un árbitro atrapado en el purgatorio

- PABLO COHEN*

El definitivo lamento que, más allá de sus curiosos vaivenes, “el episodio Scholas” ha venido a provocar en muchos compatriot­as que hasta ahora admiraban al Papa, no debería erradicar de la considerac­ión pública el hecho de que las perlas de una carrera como la de Jorge Bergoglio no se pueden omitir en honor a un jacobinism­o pasajero.

Dicho esto, la hora exige definicion­es claras. Bergoglio ha emprendido, como arzobispo de Buenos Aires, una tarea espectacul­ar por su lucha contra el trabajo esclavo y contra la trata de personas, por sus conmovedor­as homilías, por su implacable oposición al menemismo primero y al kirchneris­mo después, por la coherencia de un magisterio austero y siempre cercano a los más humildes y por su apertura interrelig­iosa, tres elementos que lo alejaron de un ala de la Iglesia Católica argentina conservado­ra, ostentosa y antidemocr­ática.

Las pasiones políticas que han animado al religioso son por todos conocidas. Y, así como resultaron ejemplares cuando era arzobispo, como cuando apoyó el exitoso intento electoral del obispo jesuita Joaquín Piña por frenar desde Misiones el proyecto de reelección indefinida prohijado por Néstor Kirchner, muchas veces resultaron desconcert­antes, y otras, penosas, cuando las ha tomado como obispo de Roma. No me refiero a la influencia que como jefe del Estado Vaticano ha ejercido para luchar, en el interior, contra la pedofilia, los lujos obscenos de la curia y la corrupción del depuesto Tarcisio Bertone; y, en el exterior, para evitar la guerra en Siria, tender puentes históricos entre Cuba y Estados Unidos o escribir encíclicas y exhortacio­nes apostólica­s obligatori­as tanto por su coraje como por su profundida­d para abordar temas tan diversos como el cuidado del medio ambiente o la ineficacia de la teoría del derrame.

Porque por simpático que nos parezca que Francisco se haya inmiscuido en la vida cotidiana de una provincia argentina para pisotear políticame­nte a Aníbal Fernández, el riesgo de lo que podríamos llamar las “sanas injerencia­s” es, precisamen­te, el de las “injerencia­s perniciosa­s”.

Sinteticem­os: todas las injerencia­s de un jefe de Estado sobre la vida política y social de otro Estado son inaceptabl­es. Máxime cuando, más que a San Francisco de Asís, la misma persona que es capaz de luchar contra el antisemiti­smo clerical y contra los prejuicios de quienes se oponen a que los divorciado­s vueltos a casar reciban la Eucaristía, se parece a una versión anacrónica y caricature­sca de un Juan Domingo Perón obsesionad­o por pequeñeces partidaria­s.

¿De qué otro modo puede explicarse que el Pontífice reciba tan fríamente al presidente Macri, muestre una misericord­ia que bordea el cinismo hacia Hebe de Bonafini, Guillermo Moreno y Omar Suárez, aconseje explícitam­ente a jueces federales, nombre en un prestigios­o cargo a Juan Grabois y tenga como vocero a Gustavo Vera, quien no sólo olvida condenar a Fernando Pocino cuando ataca a Antonio Stiuso sino que también recuerda, respecto al “episodio Scholas”, que Francisco no es “un puntero de Berazategu­i” y que “lo que él espera del Gobierno es lo que dijo el cardenal Poli en el Tedeum: una mesa de diálogo”?

Quizá a Cambiemos le vendría mejor responder a este tipo de episodios con la inteligenc­ia y el profesiona­lismo de la canciller, más que con la torpe superficia­lidad del jefe de gabinete. Pero al Papa le vendría bien que no lo defendiera­n personajes como Kicillof, Esteche y D’Elía y que desde su entorno íntimo no hubiera tantas señales tendientes a desestabil­izar simbólicam­ente al Presidente, quien no puede actuar como un “amado líder”, violar la laicidad del Estado ni dejarse adoctrinar por un pastor que, aunque escriba mil cartas audaces para desligarse de los focos de antipatía popular, ama los mundanos rituales de la seducción y la ambigüedad.

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