Una película gigante siempre corre el riesgo de que se noten demasiado sus rollos. Warcraft, por ejemplo, fue por un lado un éxito récord en China y un casi fracaso en Estados Unidos. Y fue bastante abollada por la crítica. Sus ínfulas más su base pop (un videogame clásico que redefinió el RPG para una generación) la ponen en la misma línea de partida de cualquier film “sú- per” y la crítica le pega hasta en sus costillas más sólidas. La gran verdad es que el film del hijo de David Bowie no es ni tanto ni tan poco.
Duncan Jones decide darle forma a un imposible: un videogame que creó linaje y herencias varias, que comprimía íconos del medioevo anabólico (guerras ancestrales, ogros vs. humanos, criaturas, mitos internos: todo el consorcio de la fantasía heroica) pero que carecía de una real espina dorsal a quebrar o reconfigurar. En ese sentido, Jones logra que Warcraft sea menos pastiche de lo que debería, y la cubre con una pátina que de tan clásica bordea la caricatura de los modos instintivos del género y sus noblezas.
Jones está más preocupado por contener que por guiar, parece más un plomero que un constructor: todo llega adonde debe llegar, incluso algunas emociones que por genuinas no quita que hayan llegado demasiado tarde, y entonces el mérito de Warcraft se parece a un adolescente de quien se esperaba se llevara todo a marzo y no sucedió. Y no es tanto el alrededor, con Game of Thrones relamiéndose (aunque con otra paleta de colores distinta) y El señor de los anillos como el bully de la misma cuadra. Son sus propios límites, gigantes como esos ogros, los que condenan a Warcraft a ser espectacularmente rígida, en el sentido más estático del término.