Los mayores filosofan en los bares y los jóvenes bailan en la playa, ron en mano, esperando el nuevo sol. Todos dan pequeños grandes pasos.
La Habana ya no está congelada en el tiempo, al menos no completamente. Ninguna otra ciudad de Latinoamérica, o tal vez del mundo, puede afirmar que está viviendo lo que La Habana está experimentando ahora, luego de tantas décadas de anhelar el cambio. Para los visitantes, la capital es una combinación del pasado y el presente, de la libertad y la restricción. Es una ciudad de decaimiento arquitectónico, pero también de creatividad, donde encontrar ingredientes para un menú estelar requiere proezas dignas del ingenio de Prometeo; donde la ópera es subversiva, y lo cursi también; donde internet apenas está llegando, y donde los cubanos jóvenes sin dinero están huyendo, mientras que aquellos que tienen conexiones e ideas esperan grandes éxitos. El primer día vale la pena comenzar por la Revolución, lo que hace que Cuba sea distinta a cualquier otra isla caribeña: su historia de inquebrantable resistencia a Estados Unidos. El Museo de la Revolución es un santuario de la soberanía cubana, situado en el viejo palacio presidencial, con los agujeros de bala de la Revolución y decenas de vitrinas que documentan los triunfos de Fidel Castro, desde sus días como guerrillero hasta Bahía de Cochinos y más. Ahora todo está un poco viejo, pero es vital. Esta es la Cuba de una orgullosa época anterior que sigue aferrándose, como un ancla sepultada en las profundidades del mar. Para continuar con algo de modernidad, suba las escaleras de caracol hacia la azotea del restaurante llamado El Cocinero, donde podrá almorzar el pescado del día por 60 CUC (pesos cubanos convertibles), equivalentes a alrededor de 61 dólares. Al lado de El Cocinero, La Fábrica de Arte Cubano se ve como una mezcla de centro comunitario y refugio antibombas, pero es un pintoresco experimento urbano de artistas que trabajan allí con permiso del gobierno, el dueño del edificio. Termine la noche con mojitos en Siá Kará. Ninguna visita a Cuba será completa sin una intensa discusión sobre dilemas existenciales. Siá Kará –una expresión afrocubana que significa “lavar el pasado”– es un salón ideal, lleno de buen gusto y buen licor. Al día siguiente, Café Laurent ofrece brisa, vistas al mar un poco más allá de la recién bautizada embajada estadounidense, y ricas opciones para desayunar. Los puros cubanos se han vuelto casi un cliché, pero a continuación la forma de probarlos con un toque de autenticidad: primero, visite la fábrica Partagas, en La Habana, si hay recorridos (a veces sí, a veces no); después, vaya a Casa Abel, un nuevo restaurante bar y salón de puros operado por José Abel Espósito Díaz, quien pasó 19 años trabajando para