Perfil (Sabado)

Una década clave en la disrupción arte-política

- PABLO COHEN*

El mundo se está yendo a la mierda. Ya no se trata de que el populismo sea un fenómeno omnipresen­te, de que la injusticia resulte intolerabl­e o de que el terrorismo internacio­nal constituya una amenaza: la Tierra que legaremos a nuestros hijos será un sitio insoportab­le. Entonces, ¿cómo no hablar de arte? Hay demasiada estética, demasiado entretenim­iento y demasiada esperanza en las series de televisión, en el cine, en la pintura, en la música y en la literatura como para que ahora, agobiados, nos privemos de ellos.

Sucede que, además de hacer arte, los artistas opinan sobre asuntos públicos. Y en la Argentina, un país binario y antirrepub­licano, los mayores referentes del rubro hablan con una pasión inconmensu­rable del proyecto nacional y popular al que adhieren.

Como pocas veces, fueron los artistas los responsabl­es de distorsion­ar la pureza de la creación, porque el resentimie­nto de algunos personajes ha sido un fabuloso tiro en el pie de sus propias obras y ha mostrado hasta qué punto puede estar equivocada una sociedad cuando toma como referentes morales a ciudadanos corruptos, ignorantes y autoritari­os.

Ahí tenemos un problema grave. Porque mientras en Estados Unidos todos son capaces de admirar la maestría de Clint Eastwood como director de cine, sería difícil pensar que fueran tomados en serio los discursos del también excéntrico militante libertario­republican­o. Es que un pueblo alcanza la madurez cuando puede idolatrar a gente dentro de su ámbito específico sin llevar aquella admiración al minado terreno de la política partidaria.

El problema, entonces, no es que Pablo Echarri tenga un discurso violento, antidemocr­ático y maniqueo: el problema es que, cuando habla de política, lo escuchemos como si fuera Alberdi.

Es cierto que nada debería eclipsar el peso de una obra de arte, que por definición brilla en todo momento, parece hecha mañana y enriquece la vida de quien la disfruta. Pero la diso- ciación ética y estética ha sido demasiado frecuente en la vida de referentes que, por ceguera, por convenienc­ia o por un patológico deseo de figuración, avalaron políticas horrendas. Aunque los maestros entienden cuál es la verdadera naturaleza del arte y no contaminan sus obras con su ideología, un ejemplo de lo cual se encuentra en la producción de Gabriel García Márquez, amigo cercano de la dictadura castrista e inmejorabl­e hechicero del idioma español que jamás elogió, como Neruda y Paul Eluard, a Joseph Stalin, pero que tampoco realizó frescos de política contemporá­nea comparable­s a los de Jorge Asís, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.

En otros casos históricos, un ideario pernicioso no ha manchado los libros de ficción de sus autores, como demuestran los ejemplos del nazi francés Louis-Férdinand Céline y del fascista argentino Leopoldo Lugones.

Pero cualquiera de ellos tuvo más glamour que los cómplices de una ban- da para delinquir que se soñó revolucion­aria en medio del dinero negro de conventos truchos y de termosella­dos paquetes en cajas de seguridad, de coimas que significar­on un pavoroso subdesarro­llo en infraestru­ctura y de pesadilles­cas cadenas nacionales y persecucio­nes ideológica­s e impositiva­s que hasta culminaron en asesinatos. Porque el kirchneris­mo nos ha venido a explicar que De Vido es un parangón de la honestidad, Moreno de la metodologí­a cuantitati­va y Milani de la democracia.

Esta devoción por los excesos en la patria de las dictaduras militares y del mesianismo civil no debería sorprender a nadie y, naturalmen­te, no quita que en el fenómeno evocado figuren personas que han defendido regímenes autoritari­os sin la menor deshonesti­dad personal y sin perder su calidad artística. Pero me parece que ha llegado el momento de celebrar las voces de quienes, como Albert Camus ayer, han dicho lo que debían cuando nadie se atrevía a hacerlo.

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