Una reforma para el futuro
Hace más de cien años –salvando los oscuros momentos en que nos fue arrebatado el derecho sagrado de la democracia– que los argentinos elegimos presidente de la misma forma: introduciendo un papel dentro de una urna. Un siglo atrás, todo era distinto: la vestimenta, el trabajo, la geografía, el lenguaje, los canales de comunicación. Hoy ni siquiera tenemos la misma base electoral de principios del siglo XX, gracias a la incorporación del voto femenino en 1947, por citar tan sólo un ejemplo en el fluctuante universo de la ingeniería jurídico-electoral. En nuestro país, a nivel nacional, mantuvimos las formas de 1912 a la hora de ir a las urnas. ¿Es malo votar como hace cien años? Puede que no haya una respuesta incorrecta. Quizá sea más acertado tomar riesgos y cambiar la incógnita: a esta altura, ¿hay un método mejor que el del siglo pasado?
La reforma electoral presentada por el Poder Ejecutivo promete un salto cualitativo que responde la pregunta anterior. Hablamos de un nuevo mapa normativo que, entre otras cosas, incorpora a nuestro sistema la boleta electrónica, organiza la oferta de candidatos, refuerza el valor de las PASO, propone un procedimiento sancionador para los ilícitos electorales y hace especial foco en el financiamiento de las campañas políticas. La apuesta es aportar celeridad, equidad, inclusión, transparencia y seguridad: premisas puestas en jaque con el sistema aún vigente.
Desde luego, la iniciativa presentada por Cambiemos tiene sus detractores habituales. Entre los que se oponen hay veteranos representantes de la vieja política, caudillos disfrazados de románticos fundamentalistas de “la mística del papel”, que supieron sacarle provecho al marco de discrecionalidad. En ese marco se encuentran las “listas colectoras”, el robo de boletas e incluso la posibilidad de hacer fraude con los resultados, por nombrar algunas de las tantas prácticas que han manchado las páginas de la democracia argentina. La reforma electoral viene a combatir esa dinámica nociva. El plan del Gobierno es ambicioso y superador, todo un desafío: después de todo, Cambiemos llegó al poder gracias al sistema que hoy pretende modificar.
Uno de los pilares de esta reforma es la utilización de la boleta electrónica: un método ajustado a las necesidades de los argentinos, que pasó con holgura el test electoral en distritos como Salta y CABA. Frente a la máquina, el votante escoge su candidato desde una pantalla, se imprime la decisión en la boleta y, en simultáneo, se graba idéntica información en un dispositivo de almacenamiento interno dentro del papel. Esta incorporación no elimina la posibilidad de realizar el escrutinio de forma manual, ya que la boleta también contiene la decisión impresa en el papel. A lo sumo, se habilita una doble vía de auditoría.
La utilización de medios tecnológicos no redunda en una cuestión cosmética. Por un lado, la boleta electrónica promete mayor celeridad en los comicios, seguridad a la hora de votar y transparencia para elegir. El cuidado del ecosistema no es un dato menor: un sistema informático lleva a reducir el consumo de papel. Hay más particularidades que hacen atractiva la opción de la boleta electrónica, un modelo tecnológico actualizado y virtuoso y que poco tiene que ver con las cuestionadas máquinas que se utilizan en algunos países (que en ciertos casos no sólo no imprimen la decisión del elector, sino que ni siquiera emiten un comprobante de que se ha efectuado una votación exitosa).
No es antojadizo que estemos tratando una reforma política en esta época: contamos con el tiempo para empaparnos del tema, estudiarlo y realizar los ajustes necesarios para dar el salto preciso. Podremos analizar esta reforma con la profundidad que requiere el tema, sin sentir la presión de la cita electoral en lo inmediato y sin los apuros de la coyuntura voraz. Nos toca vivir una oportunidad magnífica para que los desencantados de la última década vuelvan a confiar en que sufragar tiene sentido. El norte ya está marcado, y hacia allí vamos.