La endeble magia de ser canchero
La primera No todo es lo que parece era, precisamente, lo que parecía: una enorme canchereada. Una versión mucho más gaseosa, por efervescente y sonriente, y Las Vegas de La gran estafa. Pero su Las Vegas era el trash: no el de Sinatra/George Clooney, si no el de los magos de reality mal doblados en la TV, esa evolución bizarra de David Copperfield. En ese sentido, el cine ahí aparecía como escenario, como juego de luces donde ver a muchos actores jugando. Claro, la broma puede ser acusar a la película de ser un cheque para nombres como Jesse Eisenberg, Mark Ruffalo o Woody Harrelson, pero aunque lo fuera, ahí estaba la gracia: había un sentido cargado de energía de lo superficial.
Aquella película tenía explicaciones, sí, pero principalmente era espéctaculo. Trucos que sólo digitalmente pueden existir mezclados con explicaciones dignas de un capítulo de Columbo: en su baja costura, estaba su artículo de lujo, sobre todo considerando que el cine hace rato cree que debe dar explicaciones por sus hombres vestidos como juguetes, juegos y explosiones (la culpa de ya no ser adulto). La segunda No es lo que parece es directamente la versión atomizada, el Red Bull, de lo que era la anterior: ya poner al actor que hizo al mago más famoso de la historia, Daniel Radcliffe, como mago de pacotilla es, claro, una sonrisa tan mercachifle como alegre.
Aquí la alegría tiene menos sustento, y genera una especie de agotamiento. No se puede hablar de resaca, pero al menos sí de engolosinamiento con una idea que no tenía vergüenza en ser descartable y depender de un guión con vuelta de tuerca. Aquí todo pierde un poco la gracia, la magia no es tal y simplemente estamos viendo una fiesta privada filmada con menos talento que aquella que nos ayudó a recordar la boba y feliz magia de ver trucos en el cine.