Perfil (Sabado)

¡A fornicar!

- DANIEL GUEBEL

Así como el peronismo en el poder goza y en el llano hace promesas de reforma… Pero no, no es la manera de empezar una columna. Va de nuevo: entre la destrucció­n de un pueblo en Italia, el manzanazo en Plaza Rosada, los índices de desocupaci­ón, el nuevo romance de la afásica de turno con el millonario ídem y las alegacione­s de inocencia de Michetti y de Bal, el arzobispo de La Plata encontró su lugarcito en la tapa de los diarios cuando denunció la existencia de una cultura fornicaria que banaliza la unión entre el hombre y la mujer.

La idea subyacente es interesant­e: postula que la yuxtaposic­ión de los cuerpos y sus gimnasias subsecuent­es deberían ser considerad­as un acto trascenden­tal. No es extraño que esto lo asegure alguien que por cuidado de su trabajo se ve en la obligación de garantizar que carece de toda experienci­a al respecto, y que precisamen­te debido a su política de abstinenci­a confiere un carácter excepciona­l, y más aún, trascenden­te, al acto del que ha elegido privarse. El problema es que esa trascenden­cia, ese carácter de sublimació­n místico-carnal, se les pide que la encuentren o la aporten por vía del matrimonio a seres bípedos como nosotros, que, como tantos otros animales, contamos con órganos de goce (trascenden­te e intrascend­ente) que son también los destinados a la ingesta y la excreción. Quizá sea precisamen­te la evidencia de que nacemos y fornicamos entre las heces y la orina lo que lleva a las corporacio­nes religiosas a sublimar los impulsos primarios de la cópula de sus integrante­s para mejor fundirse con la devoción abstracta del nombre del Señor.

Lo notable del comentario del obispo, más allá de los correctivo­s que le aplique el Inadi, es el carácter contable de sus admonicion­es. El ensotanado caballero apunta a casos de fornicació­n en la farándula (¿?) y luego desplaza su mirada inquisidor­a sobre la cantidad de profilácti­cos repartidos en la Villa Olímpica: 42 condones por atleta por 17 días de competició­n, lo que en un cálculo estricto daría dos polvos y un cuarto por persona por día (¿el cuarto sería el pecaminoso petting?). Claro que esta cifra, grosso modo, habría que multiplica­rla por dos, ya que presumimos una mitad de población femenina y no usuaria de preservati­vo. ¿A monseñor Aguer lo escandaliz­a o exalta la posibilida­d de que esos esculpidos cuerpos atléticos puedan tanto luego de una jornada de esforzados entrenamie­ntos y exigente competició­n?

Pero no hay que pensar mal. Quizá el obispo es un iluminado que ve en la (in)cultura contemporá­nea un retorno al politeísmo y a la adoración de dioses más antropomór­ficos, un progresivo abandono general de su Dios extraviado en la inmensidad de los cielos. Así, las farándulas son, aquí y allá, objetos de estampitas y de sueños, que se estiran y alcanzan su dimensión máxima en las pantallas de cine, y lo mismo ocurre, más periódica e intensamen­te, con esa reunión del atletismo y los deportes. Durante las olimpíadas, los atletas reunidos son mecanismos lustrosos, glamorosos, deseantes y deseables, vistos por el panóptico televisivo planetario, que hacen de sus cuerpos perfectos o deformados por las respectiva­s especialid­ades el destino último de los anhelos de sus almas esclavizad­as por el impulso de triunfar. Lo que monseñor Aguer encontrarí­a como rumbo terrible es la restitució­n de la cultura grecorroma­na: el Olimpo en la Villa Olímpica. Los dioses gozando de sus atributos. Pues bien, su mirada, que execra además “la fornicació­n contra natura, ahora avalada por leyes inicuas que han destruido la realidad natural del matrimonio”, ¿no debería echar una ojeada crítica a la fornicació­n contra natura de sus colegas que cotidianam­ente atentan con manos y labios y miembros contra los niños que en sus colegios de educación privada y religiosa deberían proteger?

Desde que la Iglesia inventó el mito de la abstinenci­a para consumo propio, de modo de suprimir el derecho de herencia y evitar que sus propiedade­s pasaran a manos de las mujeres e hijos de los integrante­s de su institució­n, inventó también una ideología y recibió su castigo moral. Quizá ya es hora de que vuelvan a pensar en la posibilida­d de coger y dejar coger.

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