El tabú de los treinta mil desaparecidos
Nuestra sociedad tiene parámetros particulares sobre qué se puede decir. En 2014 la frase del ministro de Economía Axel Kicillof, “con tal de desacreditarnos, los buitres van a decir que somos negros. Lo digo cariñosamente”, pasó casi desapercibida aquí pero hubiera causado una tormenta política en Brasil o Estados Unidos. En cambio, preguntarse por el número de desaparecidos genera reacciones emocionales equiparables con la negación de la represión ilegal.
Nora Cortiñas, titular de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, dijo de Graciela Fernández Meijide: “nos da vergüenza, no nos representa, aunque ella estuvo en un organismo de Derechos Humanos”. Al día siguiente aclaró: “se me fue la mano, del dolor que me da que una madre esté jugando con una cifra”. Para completar sus disculpas, por así decirlo, agregó: “son seres humanos los desaparecidos, no son números, son seres humanos que desaparecieron y todavía no sabemos nada… Contar a los desaparecidos, si hubo uno o treinta mil es realmente un error político y además es hasta inhumano, no se puede hacer cálculos con los seres humanos que pasaron por ese calvario”.
Luego de estos agravios, el secretario de Derechos Humanos Claudio Avruj respondió: “Uno, diez, treinta mil. El número de treinta mil hay que respetarlo como el número emblemático que juntó a toda la sociedad a partir de la consigna de ‘no a los desaparecidos, los desaparecidos tienen que aparecer con vida y justicia’.” Si el objetivo del secretario de Derechos Humanos es que “el debate de los números no puede ser nunca un debate viciado por la política o por intereses partidarios”, hace exactamente lo contrario al transformar al número de desaparecidos en un tema tabú. Estas declaraciones son especialmente llamativas en vista de la extensa búsqueda de la verdad que realizó Graciela Fernández Meijide.
Pablo Fernández Meijide fue llevado de su casa en octubre de 1976, a los 17 años. Les informaron a sus padres que estaría en la comisaría 19ª. Cuando lo fueron a buscar ahí, en la comisaría les respondieron que no sabían nada. Los padres presentaron luego un habeas corpus ante la Justicia. Pablo no estaba detenido, formalmente, en ninguna dependencia del Estado.
Esta desaparición movió a Graciela Fernández Meijide a unirse a la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH), una institución plural donde había que conciliar diferentes puntos de vista. Ella contribuyó con el armado de fichas sobre cada denuncia de desaparición de adolescentes que se recibía. El informe de 1980 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA sobre las violaciones a los derechos humanos entre 1975 y 1979 se nutrió de las cajas de testimonios de la APDH. Por esta labor, cuando retornó la democracia Fernández Meijide fue invitada a organizar la recopilación de testimonios sobre desaparecidos para la Conadep. Eso la llevó a una fuerte discusión con Hebe de Bonafini, quien se oponía a ese registro.
Además de documentar cada desaparición individual, Fernández Meijide ha propuesto ofrecer una reducción de penas a los que aporten información sobre la represión ilegal. Esta propuesta, que ha sido muy criticada, justamente contribuiría a determinar la cifra definitiva de desaparecidos, establecer los máximos responsables en cada caso y encontrar los cuerpos para que sus familias los puedan, por fin, despedir.
En una Argentina donde nos cuesta tanto la mesura, Graciela Fernández Meijide se ha distinguido por su lucidez y ecuanimidad. Ella pudo transformar el dolor por la desaparición de su hijo Pablo en un fuego para arrojar luz sobre nuestro pasado, un pasado deshumanizante en el que se les negó a tantos ciudadanos la posibilidad de contar con abogados, jueces y testigos.