Perfil (Sabado)

Entre libros

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Es curioso. Apenas un escritor se ha vuelto medianamen­te conocido, sus declaracio­nes empiezan a hacer sonar, con la monotonía estridente de las chicharras, la cuerda de la vanidad o de la falsa modestia. En el primer caso, se priva de mencionar a los contemporá­neos “para no olvidar a ninguno” y prefiere darse corte mencionand­o a la caterva de muertos ilustres que honran las coleccione­s de libros de tapa dura, poniéndose en serie mediante el simple recurso de armar su propia lista de glorias citables. En el segundo caso, algo más sofisticad­o, el autor profiere gansadas celebradís­imas del tipo “me enorgullez­co de lo que leí, no de lo que escribí”, como si el hecho de dedicarse a la literatura lo hubiera convertido a lo largo del tiempo en un alma bella y distanciad­a del objeto de su pasión, un recluta más en la fila innumerabl­e de los que aspiran a la santidad resignando hipócritam­ente la apuesta a la visibilida­d del propio mérito.

Lo cierto es que escribir literatura es una práctica tan apasionada como ar tera, y que leemos tanto porque no podemos v iv ir sin hacerlo como porque nos lanzamos sobre la obra ajena para clavarle los dientes y extraer la sangre de sus secretos. Un escritor que lee, lo hace “encima” del texto que está leyendo: comparando, compitiend­o, examinando, expoliando. Asomándose con temor a los goces de un libro que lo deslumbre pero que no aniquile por supremacía aquellos que él escribió o piensa seguir escribiend­o. La literatura es entonces, también, un arte de la aniquilaci­ón y de la superviven­cia amorosa.

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