Perfil (Sabado)

El último romántico de la política uruguaya

- PABLO COHEN*

No se ha ido con la muerte de Jorge Batlle (1927-2016) solamente un personaje con admirables virtudes y obvios defectos, sino el exponente final de una familia inverosími­l en la historia de la política moderna. Una familia que ha transforma­do la pasión por la cosa pública, la defensa irrestrict­a del Estado de derecho y la devoción por la austeridad en un conjunto de principios innegociab­les.

Primero vino Lorenzo Batlle y Grau, en cuyas cartas entrevemos a un hombre recto y de enorme cultura general, luego José Batlle y Ordóñez, el gran reformador socialdemó­crata del Uruguay, y, a su turno, Luis Batlle Berres, un gobernante mucho menos exitoso pero con una decencia y una bondad atronadora­s, y Jorge Luis Batlle Ibáñez, el hijo que Batlle Berres tuvo con la argentina Matilde Ibáñez Tálice.

Fue Batlle un libertario absoluto, un pacifista irredimibl­e y una figura que se agrandaba ante la adversidad. En una época en que el relativism­o invadió las esferas más insospecha­das de la vida cotidiana, este provocador de- cidió, además, ser moderno. Moderno porque siempre pensó el futuro con la visión de un adelantado y el entusiasmo de un adolescent­e. Y moderno, también, porque no sacrificó sus certezas en el cambiante altar de las modas cuantitati­vas. Si en mi vida he visto a alguien políticame­nte incorrecto y contrario al cálculo, al maniqueísm­o, a la rosca y a la corrupción, ese señor se llamaba Jorge Batlle.

Perdedor serial de elecciones –incluso perdió la primera ronda de la única presidenci­al que ganó en el ballottage contra Tabaré Vázquez–, gestor voluntaris­ta y bienintenc­ionado pero ineficient­e, defensor de una ortodoxia económica opuesta a la que le indicaban sus genes, hombre de carácter difícil, necio, impulsivo y pedante, sería un error juzgarlo por la magra primera mitad de su presidenci­a, pues la política es una inmensa pasión pública y no un terreno donde ciudadanos apáticos contratan por algunos años a un gerente para que se ocupe del Estado como si fuera una empresa.

Jorge Batlle, como sus mayores, defendió con coraje y pagando fuertes costos políticos y personales la idea de la libertad, pero aquellas discrepanc­ias en el terreno económico no lo desviaron de un camino familiar que siguió con coherencia porque, como él mismo repetía cuando era joven, “los hombres son más parecidos a su tiempo que a sus padres”. Con su conducta honró los principios de Artigas, de Alberdi y de los padres fundadores de Estados Unidos, y demostró noblemente que el poder por el poder mismo no sirve para nada. Por eso, su legado es ajeno a toda mezquindad.

De todos modos, a lo largo de tantas décadas de servicio, Batlle, que no pudo llevar a la práctica sus ideas modernizad­oras, cometió errores llamativos, como haber anunciado, tras su presidenci­a, un retiro de la política activa que no se concretó, o haber insultado a los argentinos en un recordado episodio en el que terminó llorando y pidien- do perdón al “presidente” Duhalde.

Pero no debemos olvidar que Batlle le enseñó al Uruguay que los derechos humanos no son patrimonio de la izquierda sino de cualquier humanista que se precie cuando, primero, se enfrentó ferozmente a la dictadura militar y después, ya como presidente, creó la Comisión para la Paz, que integró con personas de origen diverso y ética intachable para investigar las desaparici­ones del régimen y sanar las heridas de la sociedad.

La manera en que, acompañado por un grupo de técnicos brillantes y por el entrañable ministro de Economía de la época, Alejandro Atchugarry, consiguió sacar al Uruguay de la peor crisis de su historia, es quijotesca y figurará en los más rígidos manuales de historia por muchos, muchos años.

Una vez, Borges escribió: “Callan las cuerdas. La música sabía lo que yo siento”. ¿Hace falta que diga que, ante este vacío y desde su silencio charlatán, Jorge Batlle sabe exactament­e lo que sentimos? *

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