Artistas chinos
Desde los lejanos tiempos de la escuela secundaria, Claudio Barragán tomó muy en serio la tarea de completar mi educación. En aquellos años, durante las pruebas evaluatorias (los parciales) sencillamente se limitaba a soplarme el contenido de la materia en examen para que yo rellenara las páginas suficientes como para obtener el aprobado mínimo. En ocasiones, como mi ignorancia supina de cualquier tema me impedía hacer otra cosa que mirar la hoja en blanco con ojos extraviados por la desesperación, a cambio de completar a pleno su propia tarea dedicaba alguna parte del tiempo fijado a soplarme el contenido íntegro de mi examen. No existe santidad sin renuncia.
Con el tiempo, su colaboración tomó otros rumbos. Didáctica sobre pintura y escultura y sostenida intervención en mi desarrollo como escritor. Hay gente que sabe de antemano hacia lo que apunta el otro. En más de una ocasión Barragán me llamó y me dijo: “Tengo una novela para vos”, y apenas me refería el argumento (o el asunto), yo me daba cuenta de que había acertado. El otro día, el rayo de su intervención llegó por mail, y era una cita de otro: “Cuando un falsificador toma prestado un cuadro de una colección y al devolverlo no entrega el original sino una copia, no estamos ante un engaño: cada uno tiene el cuadro que se merece. No es la capacidad adquisitiva sino el conocimiento lo que legitima la posesión del cuadro. Si alguien es lo suficientemente crédulo para comprar y disfrutar falsifi- caciones, ¿por qué arruinar las ilusiones de ese pobre hombre?”. Byung-Chul Han, El arte de la falsificación en China, editorial Caja Negra. Por un momento me permití disentir. Le contesté a mi amigo: “El texto de don Byung es simpático pero el razonamiento es sofístico, o si queremos irónico, y tiene una connotación aristocrática bastante repugnante, basada en la capacidad de ‘distinguir’ y en la complacencia con el engaño de la víctima del fraude. Desde luego, quien compra falsificaciones cree estar comprando un original (apostando a su valor económico además del posible valor estético), y dentro de ese marco la copia no tendría valor, salvo que estuviera firmada por un falsificador prestigioso, es decir, alguien que con su trabajo de copiado ganó fama de artista. Pero eso es un desvío del asunto. En cualquier caso, lo que creo es que la copia es siempre más valiosa que el original, porque el falsificador o copista renuncia a la invención y convierte al objeto copiado en su ídolo y su modelo (o al menos en su fuente de ingresos) y por lo tanto lo carga de sentidos inexistentes en el original, que responde a un “impulso originario” (aunque sea a su vez una copia deformada de otro modelo que ignoramos)”. Sucinto, Barragán me contestó: “En China, la idea de originalidad e invención no garpa como en Occidente. La formación del artista pasa por la copia, y copiar bien es su mérito y su orgullo”.