Cariñosos muñecos desbocados
Justo cuando la temporada de filmes infantiles llegaba al final de su ciclo aparece Trolls, una de esas películas animadas que dejan en evidencia determinada tensión y apelmazamiento del cine mainstream para niños. Trolls decide tomar una franquicia de los 80 (comienzos de los 90 para nosotros) basada en unos ridículos y encantadores muñecos de colores plenos y dueños de un pelo descontrolado y en punta y la convierte en la alteración enloquecida de Los Pitufos. Claro que la película del egresado de Shrek y Bob Esponja, Mike Mitchell, se encarga de dejar en claro una y otra vez su distancia, a vara de absurdo, con los azulados minúsculos y su ñoñez tóxica (al menos en el cine). Aun así, aunque a veces su autoconciencia grite más fuerte que su talento, Trolls se propone una sola cosa: ser desbocada, incontenible al menos en sus coloridos límites y traviesa para su género.
Trolls juega siempre con su pelo: es decir, no duda en dejar en claro que lo más importantes para un juguete devenido cajita feliz es saber reírse de su nuevo e impensable status. En ese sentido no llega a la furia de La gran aventura Lego, pero al menos intenta sacudirse su fábula como si fuera un hulahula. Esa alegría en forma de sonrisa se lanza de panza llena a la belleza del film: Trolls no se queda en gesto pop, sino que los contiene en su despliegue visual. Cada rincón, por relajado que parezca, deviene castillo inflable de la historia: todo puede rebotar en sus márgenes debido a su consistencia, a su inventiva y sus colores.
Trolls sabe lo que hace. A veces demasiado, otras de forma acaramelada y siempre buscando una sonrisa que sabe que el sinsentido es el único peinado de tamaña idea de film.