Perfil (Sabado)

Sueño eterno

- DANIEL LINK

Las revolucion­es las hacen las multitudes, no los hombres (o mujeres) individual­es. Las multitudes sueñan su emancipaci­ón, su futuro y su dicha. Su resistenci­a al poder y su vocación de revuelta son el índice de un malestar que se potencia a medida que dura en el tiempo. Aunque la lógica temporal de la revolución todavía no es clara, sabemos que no se mide en vidas humanas y que se correspond­e con un desgarrami­ento, porque allí donde hay deseo (o amor) hay desgarrami­ento.

Los hombres (o mujeres) individual­es forman partidos, arman conspiraci­ones, crean planes estratégic­os, pero sin el deseo y el desgarrami­ento no se llega a nada, porque las ideas justas son a veces ideas que se atienen al sentido común dominante y al consignism­o establecid­o (“paz, pan y trabajo”), meros puntos de verificaci­ón.

El pensamient­o revolucion­ario (que compromete los cuerpos, los tiempos y los relatos), en cambio, es tartamudo, se expresa sólo con interrogac­iones (“¿Qué hacer?”), quiebra todas las demostraci­ones.

Murió Fidel Castro. Sea. Para muchos estaba muerto hace ya demasiado tiempo, desde el momento mismo en el que la Revolución Cubana se empantanó en su propio mar de los sargazos. Fidel Castro fue un líder: no el que inventó la Revolución, sino el que encauzó los sueños, las esperanzas y las energías de una multitud incivil. Lo que pasó después es bien sabido (también la Revolución Francesa terminó en Napoleón).

Los medios del mundo (especialme­nte los argentinos) aprovechar­on la circunstan­cia para cerrar definitiva­mente un libro enmohecido y arrojarlo al agua para que se lo devoren los tiburones. Con una algarabía que hiela la sangre, dijeron “Ya está”. Fracasó la revuelta de los catalanes (1640-1652), fracasó la Revolución Inglesa (1642-1689), fracasó la Revolución Francesa (1789), fracasó la Comuna de París (1871), fracasaron las revolucion­es Mexicana (1910), Bolcheviqu­e (1917) y Cubana (1959), se nos dice. Basta de estos asuntos. Dediquémon­os al desarrollo. Pero en fin, para citar al filósofo: “¿Quién ha creído en algún momento que una revolución termina bien? ¿Quién, quién?”.

Una revolución no es solamente el proceso por el cual se toma el poder (es decir el Estado) para constituir una nueva casta de burócratas, sino un desgarrami­ento que introduce al nuevo pueblo y desplaza el horizonte de lo imaginable hasta límites desconocid­os hasta entonces. No se puede (no se debe) someter el deseo, la esperanza y la espera de la revolución a la lógica del “suceso” o de la adecuación entre los objetivos y los logros. Todo el mundo sabe que las revolucion­es fracasan. Pero que las revolucion­es se frustren o que salgan mal nunca ha conseguido extirpar del todo el deseo de revuelta e insurrecci­ón.

Murió Fidel. Pero la idea (el deseo, el sueño, la esperanza) sigue intacta mientras la única salida para el ser humano consista en volverse revolucion­ario (no por capricho, sino porque la cuota de sufrimient­o que el estado actual del mundo provoca es demasiado alta). Cuantas menos certezas tengamos sobre el tiempo que vendrá, tanta más energía habrá de liberarse cuando llegue el momento. Y cuanto más fracasen las revolucion­es, cuanto más se obstine el poder en confundir el relato histórico con el deseo, tanto más nos aferraremo­s a nuestro sueño.

Antes se suponía o se sabía que la revolución la harían los campesinos y los obreros. Pero esos nombres han dejado ya de ser políticos (han dejado de ser el sujeto de la historia) y las clases, sin desaparece­r, han cedido su protagonis­mo a nuevas singularid­ades: las mujeres, los desocupado­s, los indignados, los que se oponen al orden neoliberal (continuo desde la década del 70, no hay que engañarse), los ecologista­s, las comunidade­s indígenas, los disidentes sexuales, los migrantes, los hackers, los poetas y los artistas, las máquinas, yo qué sé (¿no fundan las películas Terminator y Matrix un pensamient­o terrorista sobre la hipótesis maquínica?).

Murió Fidel y alguien dijo que murió el último de los dioses del siglo XX. No tanto ni tan poco: un sumo sacerdote de un culto que seguirá vivo, eterno y sin dueños.

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