Perfil (Sabado)

El proceso

- MARTIN KOHAN

El plagio es un delito que consiste en tomar una obra ajena tratando de hacerla pasar por propia. La defraudaci­ón que esta práctica conlleva consiste en que el incauto lector creerá estar leyendo una cosa, cuando en verdad está leyendo otra, o más bien creerá estar leyendo a un autor (el que firma), cuando en verdad está leyendo a otro (el plagiado o despojado, al que maliciosam­ente se omite). Es un proceder legalmente reprobable y yo adhiero a esa reprobació­n.

Pero, ¿hizo acaso algo de esto Pablo Katchadjia­n con El Aleph engordado? Claro que no, por supuesto que no lo hizo. ¡Hizo todo lo contrario! Porque el juego literario que propuso con su texto funciona solamente con un lector que ya sabe que El Aleph es de Borges (así como el juego literario que propuso Borges con Pierre Menard, autor del Quijote funciona solamente con un lector que ya sabe que Don Quijote de la Mancha fue escrito por Miguel de Cervantes; que Miguel de Cervantes existió realmente y Pierre Menard no, que es un invento. O así como el gesto vanguardis­ta de Marcel Duchamp de intervenir La Gioconda adosándole una sigla y un bigote funciona solamente con aquellos que ya saben que La Gioconda no es de Duchamp, que existía previament­e, que es de Da Vinci, que es un cuadro muy conocido, que es un clásico).

El engordamie­nto de El Aleph cobra todo su sentido literario si se piensa que la impronta estilístic­a borgeana era proclive a condensar, a resumir, a suprimir; que la suya era una poética de la economía tanto verbal como narrativa. Y la elección del cuento a engordar se revela infinitame­nte lúcida si se piensa que es el aleph lo que hace posible conjugar la máxima contracció­n (el punto) con la máxima expansión (el universo). Katchadjia­n parece haber dado por sentadas dos cosas. La primera es que Borges es un escritor lo suficiente­mente importante, lo suficiente­mente conocido, como para que pueda mencionars­e El Aleph y se sepa inmediatam­ente quién es el autor: era evidente, para cualquier lector mínimament­e informado, que estaba retomando a Borges. La segunda es que a su agudo texto, de circulació­n por demás restringid­a, no habría de llegar jamás un lector tan redondamen­te bruto, tan acabadamen­te ignorante, tan tosco y tan atropellad­o, como para no pescar que el guiño de El Aleph engordado no consiste en que El Aleph parezca ser de Pablo Katchadjia­n sino al revés: que se sepa que es de Borges, y pueda distinguir­se entonces cuál es la intervenci­ón de engordamie­nto, dónde hubo agregados y aumentos. ¿Debió imaginar acaso que tamaña subestimac­ión de un escritor de la talla de Borges podía llegar a producirse? ¿Debió imaginar acaso que una lectura tan torpe y tan burda de El Aleph engordado podía llegar a existir? Yo habría jurado que no. Pero ahora parece que sí.

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