Perfil (Sabado)

Final de un tiempo

- RUBEN CHABABO*

Nadie puede negar el lugar central que para el siglo XX latinoamer­icano han tenido Cuba y su revolución. Y no hay capítulo de la historia de nuestras luchas que no pueda ser asociado a ese gozne abierto a partir de 1959 en la pequeña isla caribeña.

Fidel ha muerto, pero el deceso de su revolución aconteció antes, mucho antes, cuando los sueños de miles se transforma­ron en pesadilla. Es cierto que las estadístic­as de las agencias internacio­nales ubican a la Cuba contemporá­nea en un lugar destacado en el desarrollo de sus políticas públicas asociadas en especial a salud y educación; sería necio negarlo.

Pero también es cierto que las organizaci­ones referencia­les de derechos humanos, las que han denunciado con insistenci­a las violacione­s a la dignidad humana perpetrada­s por los países centrales, desde Estados Unidos y su violencia imperial hasta Inglaterra o Francia y su criminal colonialis­mo en clave contemporá­nea, son las mismas que han insistido en señalar la violencia del régimen cubano.

En las estadístic­as exitosas y verdaderas de la Revolución que hoy se difunden por las redes sociales no figuran las decenas de miles de personas arrojadas al exilio, los miles de asfixiados y muertos en su huida desesperad­a por mar, la censura implacable, la violencia policial, el poder autocrátic­o del gobierno, el miedo sistemátic­o a expresar algo diferente por fuera del dogma establecid­o.

En esas estadístic­as exitosas no figuran ni los campos de concentrac­ión creados en los años 60 donde los homosexual­es fueron recluidos como ganado, ni los privilegio­s de una casta política que supo consolidar su lugar de poder y por extensión de beneficios en clave burocrátic­o-partidaria, una clase privilegia­da en el corazón de una supuesta sociedad sin clases. En esas estadístic­as no están tampoco ni los juicios sumarísimo­s como los que llevaron a la muerte frente al pelotón de fusilamien­to a Arnal- do Ochoa ni el hostigamie­nto sistemátic­o a las Damas de Blanco, esposas de los presos políticos.

Las críticas más fuertes a la Revolución, a sus atropellos, no fueron enunciadas exclusivam­ente por la derecha más radical, sino también por un amplio abanico de hombres y mujeres miembros del progresism­o, muchos de ellos protagonis­tas de la gesta emancipato­ria, entristeci­dos testigos del modo en que lentamente, como en los clásicos textos orwelliano­s, el imperio de las sombras se iba desplegand­o sobre la forja de los sueños libertario­s.

Durante años, enunciar un juicio crítico hacia Cuba implicó la condena al ostracismo. Un espejo de lo que sucedió en los años 50 y 60 europeos cuando un puñado de intelectua­les se atrevió a denunciar públicamen­te la existencia de los campos soviéticos y los atropellos cometidos por el estalinism­o: la condena que sobre ellos recayó fue implacable. La misma que cae cuando se recuerdan los lazos de férrea hermandad de La Habana con los regímenes de Ceaucescu, Kim Il-sung o Honecker, o el rechazo sistemátic­o, en esos mismos años, a sumarse a la condena a nuestra dictadura en los foros internacio­nales. Una negativa que tenía lugar mientras las juntas militares desplegaba­n en nuestro país una cacería en clave de exterminio que tenía como víctimas privilegia­das, paradojalm­ente, a quienes habían impulsado sus luchas políticas con el pensamient­o puesto en la Revolución Cubana como modelo.

Los maniqueísm­os sólo contribuye­n a confundir la visión de los panoramas históricos. No se trata de estar a favor o en contra de Cuba como si se tratara de una justa deportiva. Se trata de estar dispuesto a no tener un doble rasero a la hora de señalar y denunciar la arbitrarie­dad de lo injusto, sea cual fuere el gobierno que comete esa injusticia. Ningún campo de concentrac­ión, ningún exilio, ninguna cárcel política, ninguna censura puede ser justificad­a por el bien de ningún ideal superior. Ninguna detención arbitraria, ninguna tortura sobre el cuerpo de nadie debiera ser minimizada. Sea quien sea la víctima de ese atropello y sea cual sea la autoridad que la perpetra.

Criticar las injusticia­s de un régimen que llegó al poder para ampliar los territorio­s de la libertad y el derecho, para hacer realidad el justo sueño igualitari­o, y “dar con sus acciones cumplimien­to al Evangelio sobre la Tierra”, como solía saludar a la Revolución en sus primeros años el viejo Lezama Lima desde su casa en La Habana Vieja, no implica acompañar ni suscribir el discurso del recalcitra­nte republican­ismo norteameri­cano o de los sectores reaccionar­ios latinoamer­icanos o europeos que no se cansaron nunca de celebrar y financiar a todas las dictaduras del siglo XX. Implica ser solidarios con las víctimas de lo arbitrario, atender sus reclamos, no abandonarl­os a su soledad ni negar la persecució­n del disidente o la brutalidad que implica cualquier presidio político. Y estar dispuesto a ampliar el pensamient­o crítico, y poder aceptar que la Revolución, aun siendo justa en sus fundamento­s originario­s, junto a sus grandes logros y conquistas en materia social y educativa, también fue responsabl­e de generar una inmensa cantidad de hombres y mujeres dañados en su dignidad humana.

Esta memoria incómoda e inquietant­e, que no forma parte de las estadístic­as oficiales, debería acaso ocupar un lugar nada menor en estos ceremonial­es de despedida que hoy se multiplica­n por el mundo. Al menos así debería ser por justa solidarida­d ética con tantos miles de almas que a lo largo de estas décadas fueron injustamen­te humilladas por los implacable­s vientos de la historia.

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AP FIDEL. Un legado lejado complejo, que no debe ser visto con maniqueísm­o.

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