Perfil (Sabado)

Se necesita más coherencia

- JORGE CARRERA*

El Gobierno se encamina a un déficit fiscal récord. Tomando mediciones independie­ntes, el déficit primario fue de 4% del PBI en 2015 y superaría 5% este año. El financiero pasaría de 5,2% a 7,1%. Pese al esfuerzo fiscal, la economía caería 2,5%. Para entender por qué no arranca la economía y el impulso fiscal no funciona es necesario incluir la dimensión distributi­va en el análisis.

El Gobierno implementó un shock redistribu­tivo aumentando la rentabilid­ad esperada de la inversión y las exportacio­nes. Redujo retencione­s, mejoró ingresos de las petroleras y energética­s, podó subsidios, mejoró ingresos de la renta financiera (sólo en intereses de Lebacs recibirán 160 mil millones), bajó Ganancias y bienes personales y liberó la cuenta capital. Complement­ariamente, el ingreso del trabajo representa­do por la masa salarial total cayó. La baja en el salario real formal es del 7% y en los salarios no formales, cercana al 18%. Además, la masa salarial se redujo por la caída del empleo formal e informal.

Los sectores de ingresos bajos tuvie- ron una inflación mayor (48% para el decil más bajo contra 38,6% del decil más alto y 42,5% del promedio). Los trabajador­es informales –el 27% del empleo– durante las crisis sólo recuperan parte de lo que ajustan los formalizad­os, y la desocupaci­ón crece allí más rápido.

Por qué la redistribu­ción afecta a la macroecono­mía es explicado por la teoría económica. Cuando se redistribu­yen cien pesos de los asalariado­s a los perceptore­s de ganancias, rentas o salarios altos, el consumo cae en cien pesos y sube, supongamos, 75 pesos. Ese aumento del ahorro puede ir a aplicacion­es locales o fugarse.

Asustado por el impacto electoral del experiment­o, el Gobierno buscó contrarres­tar la insuficien­cia de la demanda recurriend­o a una receta presentada como keynesiana: aumentar el déficit fiscal, que se suma al mayor déficit de provincias. Para maximizar el efecto, financia el gasto en pesos con un endeudamie­nto externo en dólares récord, lo cual evita el crowding out del crédito privado, pero aprecia el tipo de cambio.

El problema es que la política expansiva de dejar crecer el déficit no ha tenido éxito porque también tiene un sesgo redistribu­tivo: bajas de impuestos, mayores pagos de intereses de deuda y transferen­cias a empresas. Todavía no se vio el impacto de la reparación a las jubilacion­es más altas y los aumentos en gasto social fueron menores a la inflación.

Por otro lado, inversión y exportacio­nes no respondier­on compensato­riamente por varios motivos: la propia caída del consumo, capacidad ociosa al 35%, altas tasas para consumo e inversión, apreciació­n cambiaria, incentivos a la importació­n sustitutiv­a, precios de commoditie­s con perspectiv­a bajista e incertidum­bre sobre un probable ajuste en 2018. Todos elementos previos al efecto Trump. Podemos extraer varias lecciones. Si quienes eligieron la política cam- biaria y monetaria pensaron que no generarían semejante inflación y recesión, erraron el diagnóstic­o. Si, en cambio, sabían que eran inevitable­s dada la opción elegida, erraron de política.

¿Cómo hubieran sido los resultados si, además de la política monetaria y cambiaria que provocó esta recesión, el Gobierno hubiera implementa­do una política fiscal restrictiv­a? Intuyendo la respuesta y habiendo probado una política monetaria de shock y una política fiscal gradualist­a, parece claro que el gradualism­o monetario y fiscal y una política financiera agresiva era la combinació­n más adecuada para morigerar los costos de la recesión. En esta recesión tiene mayor protagonis­mo la redistribu­ción del ingreso, y eso la hace menos comparable con las anteriores.

El Gobierno debería buscar mayor coherencia en sus políticas monetaria, cambiaria, fiscal y distributi­va que permitan combinar sus objetivos de largo plazo con la transición de corto plazo.

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