El mundo del trabajo y la dignidad humana
El autor hace suyas las ideas del papa Francisco sobre la economía, en especial sobre el rol social que deben cumplir las empresas. El ejemplo del empresario argentino Enrique Shaw, exaltado por Jorge Bergoglio.
Hace ya tiempo se acuñó la expresión “mundo del trabajo” para referirse al muy amplio conjunto de realidades y relaciones que hacen a nosotros, los trabajadores, no solo en lo estrictamente laboral sino también en lo social, cultural, político. Más allá de sus alcances en el ámbito académico, la frase “mundo del trabajo” sabe expresar la muy variada realidad que vivimos los millones de personas que diariamente ponemos el cuerpo, el alma, la inteligencia, la creatividad, la voluntad y la vocación para producir todos los bienes y servicios que generan la riqueza de la sociedad en todo el mundo.
Y es aquí que nos encontramos frente a uno de los dramas más terribles de nuestro tiempo, que excede ya el plano económico, social y político para alcanzar las dimensiones de una verdadera catástrofe vital y moral: ese mundo del trabajo está siendo destruido en múltiples formas, desde su misma base: el trabajo. Destrucción por despidos, desempleo estructural, lanzamiento a la marginación y exclusión de millones de congéneres a quienes, como si fuesen “descartables”; en palabras del papa Francisco, se les niega el derecho, más que el deber, de “ganarse el pan con el sudor de su frente”. Destrucción por la brutal desvalorización y explotación de la labor creadora y transformadora de millones de hombres y mujeres, sometidos a condiciones de trabajo que atentan contra su dignidad humana, con salarios de hambre, sin el reconocimiento de sus derechos laborales, sociales, sindicales, sin posibilidad de forjarse un futuro mejor para ellos y para sus hijos.
Ante este panorama, cuando se atacan las condiciones de vida más elementales con el supuesto argumento de que hay que reformular las normas y convenios que regulan el mundo del trabajo para “ponerlas a la altura del siglo XXI”, es necesario dar, no sólo la dura batalla que cotidianamente libramos en defensa de los derechos y la dignidad de todos los trabajadores, ocupados y desocupados, sino también una verdadera “batalla cultural” para hacerle frente a la difusión de ese tipo de discursos e ideologías que no son más que una globalización del egoísmo, la naturalización del “sálvese quien pueda”, la destrucción de los más elementales lazos de solidaridad.
Por eso cobra una relevancia insoslayable el pensamiento que sostiene, como fundamento de la relación entre los seres humanos, esas ideas de soli- daridad, hermandad e igualdad, de comunidad, y que ve en hombres y mujeres, no las cifras de un balance o una estadística, sino a personas integrales, cuyo pleno desarrollo y realización es el sentido de la vida en sociedad. Me refiero a la Doctrina Social que la Iglesia ha venido elaborando desde la pionera encíclica Rerum novarum, de 1891. No sólo de utilidades vive la empresa. Me imagino que no faltará quien, desde los centros de difusión de ese egoísmo globalizado, salga a replicar que las enseñanzas y propuestas de la Doctrina Social de la Iglesia son muy “lindas” para predicar en el sermón dominical, pero que en el “día a día de la empresa” hay que dejarlas de lado.
Humildemente, me permito recordarles, recurriendo a palabras que no son mías, que: “Hoy es cosa sabida que nada anda bien en una sociedad don- de muchos andan mal”.
Esta frase no está extraída del acto del 18 de noviembre pasado cuando nos movilizamos, unidos, los trabajadores organizados y los movimientos sociales, reclamando soluciones ante la más que notoria emergencia social que atraviesa el país. Esas palabras, de incuestionable actualidad, fueron escritas hace más de medio siglo, por un empresario argentino.
Se llamaba Enrique Shaw, y a lo largo de su breve vida (falleció de cáncer a los 41 años de edad, en 1962) predicó y, sobre todo, practicó la Doctrina Social de la Iglesia, consciente de que, como él mismo afirmaba, ser “patrón” no es un privilegio, sino una función social.
Hoy, que tanto se habla de la responsabilidad social empresaria, sería bueno que sus colegas, tanto los que se desempeñan en la actividad privada como los que ahora ejercen cargos públicos, leyeran su libro Notas y apuntes personales, o la biografía que escribió Ambrosio Romero Carranza, Enrique Shaw y sus circunstancias. Una actitud empresarial diferente. Shaw provenía de una las familias más ricas y poderosas de la Argentina. Enamorado del mar, en su juventud desarrolló una exitosa carrera como oficial de la Armada, hasta que pidió la baja para convertirse en “dirigente de empresa”, como él llamaba a su profesión y vocación. Aclaro, por las dudas, que nunca fue peronista ni, mucho menos, “estatista”. Al contrario, era un defensor de la “libre empresa”. Pero Shaw era un católico practicante y tenía en claro que la economía está al servicio del bien común de hombres y mujeres, y no al revés.
Guiado por ese concepto, Shaw les recordaba a sus colegas que el fin primario de una empresa es producir bienes y servicios, y que las utilidades