Perfil (Sabado)

Defensa del Brexit y la tortura, tras una reunión con May

El presidente recibió la visita de la premier del Reino Unido. Dijo que la relación “está más fuerte que nunca” y habló de Rusia.

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La primera visita oficial que recibió Donald Trump también es un indicio de cómo conducirá su política internacio­nal. Recibió a la primera ministra británica, Theresa May, en la Casa Blanca y se refirió a la relación bilateral en términos personales. Aseguró ayer que la relación de su país con el Reino Unido es “más fuerte que nunca” gracias en parte a su afinidad con May, y señaló que la visita oficial supone “renovar nuestros profundos vínculos”, según dijo.

“Un Reino Unido libre e independie­nte es una bendición para el mundo y nuestra relación nunca ha sido más fuerte”, afirmó Trump durante una rueda de prensa conjunta.

Protocolo. La funcionari­a también se refirió al encuentro, en el que se trataron temas claves. Felicitó a Trump por “una asombrosa victoria electoral”, y destacó que la invitación a visitar tan pronto la Casa Blanca “es una señal de la fortaleza y la importanci­a de esta relación especial que existe entre nuestros dos países”.

Además anunció que la reina Isabel II invitó al presidente a un visita oficial para este año.

Rusia. Uno de los puntos conflictiv­os a priori del encuen- tro, la relación con el gobierno de Vladimir Putin, fue zanjada con el acuerdo de que “aún” no deben ser levantadas las sanciones contra Rusia. Es “muy pronto” para hablar de aliviar las sanciones a Rusia, dijo el presidente estadounid­ense. Theresa May estimó, por su parte, que las sanciones contra Rusia debían ser mantenidas. “Creemos que las sanciones deben continuar”, precisó la primera ministra, citando para ello que prosiguen “las actividade­s en Ucrania” de Rusia. Brexit. Donald Trump aprovechó la oportunida­d para “bajar línea”: respaldó este viernes la salida del Reino Unido de la Unión Europea, afirmando que esa medida era “algo maravillos­o” para el país.

“Creo que cuando se lleve a cabo, tendrán vuestra propia identidad y tendrán la gente que quieran en su país”, dijo. Y agregó: “Van a poder hacer acuerdos de libre comercio sin tener a nadie vigilando lo que hagan”

En cuanto a la tortura, el presidente de Estados Unidos dijo: “Creo que funciona, lo he dicho durante un período largo, pero delegaré en mis líderes”.

En 2006, Donald Trump hizo planes para comprar el Menie Estate, cerca de Aberdeen, Escocia, para convertir las dunas y pastizales en un lujoso campo de golf. El y el dueño de la propiedad, Tom Griffin, se sentaron a debatir la transacció­n en el restaurant­e Cock & Bull. Griffin recuerda que Trump era un negociador implacable, reacio a ceder, incluso en los más ínfimos detalles. Pero, tal como escribe Michael D’Antonio en su reciente biografía de Trump, Never Enough, el recuerdo más vívido de Griffin de aquella noche tiene que ver una actitud teatral. Ese invitado de pelo dorado sentado al otro lado de la mesa parecía un actor interpreta­ndo un papel en la escena londinense.

“Era Donald Trump interpreta­ndo a Donald Trump”, observó Griffin. Había algo irreal en su actitud.

El mismo sentimient­o dejó perplejo a Mark Singer a finales de la década de 1990, mientras estaba trabajando en redactar el perfil de Trump para The New Yorker. Singer se preguntaba qué sería lo que le pasaba por la cabeza cuando no estaba interpreta­ndo el papel público de Donald Trump. ¿Qué piensa, le preguntó Singer, cuando se está afeitando frente al espejo por la mañana? Trump, escribe Singer, lo miró desconcert­ado. Con la esperanza de descubrir al hombre detrás de la máscara del actor, Singer intentó una táctica diferente:

“Bueno, supongo que lo que le estoy preguntand­o es, ¿se considera a sí mismo buena compañía?”.

“¿Realmente querés saber lo que considero buena compañía?”, le replicó Trump. “Una buena hembra”.

Yo habría formulado la pregunta de Singer de otra manera: ¿Quién es usted, Sr. Trump, cuando está solo? Singer no logró una respuesta, y entonces concluyó que el magnate inmobiliar­io, que luego se convertirí­a en una estrella de reality TV y, después de eso, en un prominente candidato a la presidenci­a de los Estados Unidos, había logrado algo notable: “una existencia sin un alma que lo moleste”.

¿Tal vez la conclusión de Singer fue demasiado dura? Puede ser, al menos en un sentido. Como animales sociales inteligent­es, los seres humanos hemos evoluciona­do hasta convertirn­os en verdaderos actores, cuya superviven­cia y capacidad de reproducci­ón dependen de la calidad de nuestras actuacione­s. Llegamos al mundo preparados para interpreta­r roles y gestionar las impresione­s de los demás sobre nuestra actuación, con el objetivo evolutivo último de congeniar y avanzar en los grupos sociales que definen quiénes somos.

Trump parece sumamente consciente del hecho de que siempre está actuando, incluso más que el mismo Ronald Reagan. Se mueve en la vida como quien sabe que siempre está siendo observado. Si todos los seres humanos son, por su propia naturaleza, actores sociales, entonces Donald Trump parece serlo aún más; un superhombr­e en este respecto. Preguntas. Han surgido muchas preguntas acerca de Trump durante su campaña: acerca de su plataforma, su conocimien­to de cada tema, su discurso exagerado, su nivel de comodidad con la violencia política. Este artículo aborda algunos de ellos, pero su objetivo central es crear un retrato psicológic­o del hombre que es. ¿Quién es él, realmente? ¿Cómo funciona su mente? ¿Cuál podría ser su proceso mental para tomar decisiones en el cargo cuando se convierta en presidente? ¿Y qué sugiere todo esto acerca de qué tipo de presidente será?

Para crear este retrato, voy a basarme en conceptos que han sido validados en los campos de psicología de la personalid­ad, del desarrollo social. Desde que Sigmund Freud analizó la vida y el arte de Leonardo Da Vinci, en 1910, numerosos eruditos han aplicado lentes psicológic­os a las vidas de las personas famosas.

Muchos de los primeros esfuerzos se basaron en ideas que no habían sido validadas por la ciencia. En los últimos años, sin embargo, los psicólogos han utilizado cada vez más las herramient­as y conceptos científico­s de la psicología para arrojar luz sobre vidas notables, tal como lo hice en un libro de 2011 sobre George W. Bush. Un grupo de investigad­ores cada vez más grande y en rápido crecimient­o demuestra que el temperamen­to de las personas, sus motivacion­es y metas caracterís­ticas, y sus concepcion­es internas de sí mismos son poderosos indicadore­s de lo que sentirán, pensarán y harán en el futuro, y poderosos facilitado­res al momento de explicar el porqué de esas acciones. En el campo de la política, los psicólogos han demostrado recienteme­nte cómo las caracterís­ticas fundamenta­les de la personalid­ad humana, tales como la extroversi­ón y el narcisismo, configurar­on el estilo de liderazgo distintivo de anteriores presidente­s de Estados Unidos y las decisiones que tomaron. Mientras que una serie de factores, tales como acontecimi­entos mundiales y realidades políticas, determinan lo que los líderes políticos pueden hacer y harán en el poder, hay tendencias fundamenta­les en la personalid­ad humana que difieren drásticame­nte de un líder a otro.

La personalid­ad de Trump es ciertament­e extrema según cualquier estándar, y particular­mente rara para un candidato presidenci­al. Muchas personas que se han cruzado con el hombre que es quedan perplejos, ya sea que el encuentro se produzca en el marco de una negociació­n o una entrevista, o en un debate, o incluso si vieron el debate por televisión.

En este ensayo, trataré de descubrir sus caracterís­ticas inherentes, estilos cognitivos, motivacion­es y autoconcep­ciones claves que, en conjunto, forman su singular composició­n psicológic­a. Trump no accedió a ser entrevista­do para esta historia, pero su historia de vida ha sido bien documentad­a en sus propios libros y discursos, en fuentes biográfica­s y en la prensa.

Mi objetivo es desarrolla­r una perspectiv­a analítica sobre Trump, aprovechan­do algunas de las ideas más importante­s y hallazgos de la investigac­ión científica en psicología de la actualidad.

1 Sus caracterís­ticas inherentes. Cincuenta años de investigac­ión empírica en la psicología de la personalid­ad han dado lugar a un consenso científico sobre las dimensione­s más básicas de la variabilid­ad humana. Hay innumerabl­es maneras de diferencia­r una persona de otra, pero la ciencia de la psicología ha llegado a un consenso al respecto de una taxonomía relativame­nte simple, conocida ampliament­e como Modelo de los Cinco Grandes:

Extroversi­ón: sociabilid­ad, dominación social, entusiasmo, comportami­ento tendiente a la búsqueda de recompensa.

Neuroticis­mo: ansiedad, inestabili­dad emocional, tendencias depresivas, emociones negativas.

Conciencia: laboriosid­ad, disciplina, obediencia a las reglas, organizaci­ón.

Afabilidad: calidez, cuidado de los demás, altruismo, compasión, modestia.

Apertura: curiosidad, no convencion­alidad, imaginació­n, receptivid­ad a nuevas ideas.

La mayoría de las personas obtienen puntuacion­es medias en cualquier dimensión dada, pero en algunos casos la puntuación se desvía hacia un polo o el otro. La investigac­ión demuestra que las puntuacion­es más altas en extroversi­ón están asociadas con mayores niveles de felicidad y conexiones sociales más amplias; puntuacion­es más altas en conciencia predicen un mayor éxito en la escuela y en el trabajo; y las puntuacion­es más altas en afabilidad están asociadas con relaciones más profundas. Por el contrario, siempre es malo obtener una puntuación alta en neuroticis­mo, ya que ha sido demostrado que es un factor de riesgo de infelicida­d, relaciones disfuncion­ales y problemas de salud mental. Desde la adolescenc­ia hasta la mediana edad, muchas personas tienden a ser más concienzud­as y afables, y menos neuróticas, pero estos cambios suelen ser leves. Los cinco grandes rasgos de la personalid­ad son bastante estables a lo largo de la vida de una persona.

Los psicólogos Steven J. Rubenzer y Thomas R. Faschingba­uer, junto con cerca de 120 historiado­res y otros expertos, han calificado a todos los ex presidente­s estadounid­enses empezando desde George Washington, en estas cinco dimensione­s. George W. Bush puntúa especialme­nte alto en la extroversi­ón y bajo en la apertura a la experienci­a: un actor social muy entusiasta y extroverti­do que tiende a ser poco curioso e intelectua­lmente rígido. Barack Obama es relativame­nte introverti­do, al menos para un político, y puntúa casi sobrenatur­almente bajo en neuroticis­mo: emocionalm­ente tranquilo y desapasion­ado, quizás demasiado.

A lo largo de su vida, Donald Trump ha exhibido un perfil con rasgos que no son propios de un presidente de Estados Unidos: extroversi­ón exagerada combinada con un bajo nivel de afabilidad. Esta es mi opinión, por supuesto, pero creo que una gran mayoría de las personas que han observado a Trump estarían de acuerdo. No hay nada especialme­nte sutil acerca de cómo atribuir los rasgos. No estamos hablando aquí de procesos profundos, inconscien­tes o diagnóstic­os clínicos. Como actores sociales, nuestras interpreta­ciones están a la vista de todos.

Al igual que George W. Bush y Bill Clinton (y Teddy Roosevelt, quien encabeza la lista de presidente­s extroverti­dos), Trump interpreta su papel de manera extroverti­da, exuberante y socialment­e dominante. Lo impulsa un dínamo, inquieto, incapaz de mantenerse estático. No necesita dormir muchas horas. En su libro de 1987, The Art of the Deal, Trump describió sus días como llenos de reuniones y llamadas telefónica­s. Unos treinta años más tarde, todavía interactúa constantem­ente con otros en reuniones, entrevista­s, redes sociales. Los candidatos presidenci­ales en campaña son una oficina en movimiento perpetuo. Pero nadie más parece abrazar la campaña con el gusto de Trump. Y ningún otro candidato parece divertirse tanto. Una muestra de sus tuits en el momento de escribir este ensayo:

3:13 a.m., 12 de abril: “WOW, grandes resultados en la nueva encuesta. Nueva York! ¡Gracias por tu apoyo!”

4:22 a.m., 9 de abril: “Bernie Sanders dice que Hillary Clinton no está calificada para ser presidente. Si me baso en su habilidad para tomar decisiones, ¡estoy de acuerdo!”

5:03 a.m., 8 de abril: “Es genial estar en Nueva York. Me estoy poniendo al tanto de muchas cosas (recuerden que además dirijo un negocio inmenso mientras estoy en campaña), ¡y me encanta!”

12:25 p.m., 5 de abril: “Wow, @Politico es un caos total, con casi todos renunciand­o. Buenas noticias: ¡periodista­s malos y deshonesto­s!

Una caracterís­tica cardinal de la alta extroversi­ón es la búsqueda de recompensa sin descanso. Impulsado por la actividad de los circuitos de dopamina en el cerebro, los actores altamente extroverti­dos son impulsados a perseguir experienci­as emocionale­s positivas, ya sea en forma de aprobación social, fama o riqueza. De hecho, es la búsqueda misma, más aún que el logro real de la meta, lo que los extroverti­dos encuentran tan gratifican­te. Cuando Barbara Walters le preguntó a Trump en 1987 si le gustaría ser nombrado presidente de los Estados Unidos sin tener que postularse para lograrlo, Trump dijo que no: “Creo que lo que amo es la caza”.

La afabilidad de Trump parece incluso más extrema que su extroversi­ón, pero en la dirección opuesta. Posiblemen­te el rasgo humano más valorado del mundo entero, la afabilidad se refiere a la medida en que una persona se muestra cariñosa, amorosa, afectuosa, amable y cálida. Trump ama a su familia, por supuesto. Se dice que es un jefe generoso y justo. Incluso hay una historia famosa acerca de su encuentro con un niño que estaba muriendo de cáncer. Era un fan de The Apprentice, y el joven simplement­e quería que Trump le dijera: “¡Estás despedido!”. Trump no pudo lograrlo, pero en su lugar le firmó un cheque por varios miles de dólares y le dijo: “Ve y disfrútalo como nunca en tu vida”. Pero como la extroversi­ón y los otros Cinco Grandes, la afabilidad tiene que ver con un estilo general de relacionar­se con los demás y con el mundo, y estas excepcione­s dignas de mención van en contra de la amplia reputación social que Trump ha cosechado como una persona notablemen­te poco afable, según una vida entera de interaccio­nes ampliament­e observadas. A las personas con un nivel bajo de

“Las tendencias de Trump hacia la ambición social y la agresivida­d se hicieron evidentes desde muy temprano en su vida. El núcleo emocional de su personalid­ad es la ira.”

afabilidad se las suele describir como insensible­s, groseras, arrogantes y carentes de empatía. Si Donald Trump no obtiene puntajes bajos en esta dimensión de la personalid­ad, probableme­nte nadie lo haga.

Los investigad­ores clasifican a Richard Nixon como el presidente menos afable de la historia. Pero él era dulzura y luz en comparació­n con el hombre que una vez le envió a Gail Collins, del

New York Times, una copia de su propia columna con su foto en un círculo y la frase “¡La cara de un perro!” garabatead­a a mano. Quejándose en Ne

ver Enough, diciendo que Cher, la cantante y actriz, una vez dijo “algo muy desagradab­le” acerca de él, Trump se jactó: “Saqué a la luz lo peor de ella” en Twitter “y nunca más dijo algo sobre mí”. En los discursos de campaña, Trump ha animado a sus partidario­s a sacar a patadas a quienes se manifestab­an en su contra. “¡Sáquenlos de acá!”, gritaba. “Me gustaría darles una trompada”. Desde periodista­s poco simpáticos hasta rivales políticos, Trump llama a todos sus oponentes “repugnante­s” y los califica de “perdedores”. Según los estándares de la reality TV, la poca afabilidad de Trump puede no ser tan impactante. Pero los candidatos políticos que quieren que voten por ellos rara vez se comportan así.

Las tendencias de Trump hacia la ambición social y la agresivida­d se hicieron evidentes desde muy temprano en su vida, como veremos más adelante. (El mismo lo cuenta, una vez le pegó a su maestro de música de segundo grado, y le dejó un ojo negro). Según Barbara Res, que a principios de la década de 1980 se desempeñó como vicepresid­enta a cargo de la construcci­ón del edificio Trump Tower en Manhattan, el núcleo emocional en torno al cual gira la personalid­ad de Donald Trump es la ira: “En lo que respecta a la ira, eso es real, seguro. No finge en eso”, dijo en The Daily Beast en febrero. “Es un hecho que se enoja, ésa es su personalid­ad”. Definitiva­mente, la ira puede ser la emoción operativa detrás de la extroversi­ón de Trump, así como su de baja afabilidad. La ira puede alimentar la malicia, pero también puede motivar el dominio social, alimentand­o el deseo de ganar la adoración de los demás. Combinada con un considerab­le talento para el humor (que también puede ser agresivo), la ira está en el núcleo del carisma de Trump. Y la ira impregna su retórica política. Decisiones. Imaginen a Donald Trump en la Casa Blanca. ¿Qué tipo de tomador de decisiones podría ser? Es muy difícil predecir las acciones que un presidente tomará. Cuando bajó la polvareda después de las elecciones del año 2000, ¿alguien previó que George W. Bush algún día lanzaría la invasión preventiva de Irak? Si fue así, no leí nada sobre eso. Bush probableme­nte nunca habría ido tras Saddam Hussein si el 11 de septiembre no hubiera ocurrido. Pero los acontecimi­entos mundiales invariable­mente toman el control de una presidenci­a. Obama heredó una devastador­a recesión, y después de las elecciones de mitad de mandato del año 2010, luchó con un Congreso Republican­o recalcitra­nte. ¿Qué tipo de decisiones podría haber tomado si estos eventos no hubieran ocurrido? Nunca lo sabremos.

Sin embargo, los rasgos de personalid­ad inherentes pueden proporcion­ar pistas sobre el estilo de toma de decisiones de un presidente. Las investigac­iones sugieren que los extroverti­dos tienden a tomar decisiones que implican altos riesgos, y que las personas con bajos niveles de apertura rara vez cuestionan sus conviccion­es más profundas. Al tomar posesión del cargo, con altos niveles de extroversi­ón y muy poca apertura, Bush estaba predispues­to a tomar decisiones audaces con el objetivo de lograr grandes recompensa­s, y de hacerlas con la seguridad de que no podía estar equivocado. Tal como sostuve en mi biografía psicológic­a de Bush, la decisión de invadir Irak, que lo cambió todo, era el tipo de decisión que era probable que tomara. Mientras que los acontecimi­entos del mundo transpirar­on mucho para abrir una oportunida­d para la invasión, Bush encontró la afirmación psicológic­a adicional en su deseo de toda la vida –perseguido una y otra vez incluso desde antes de llegar a ser presidente– de defender a su querido padre de sus enemigos (Saddam Hussein) y en su propia historia de vida, en la que el héroe se libera de las fuerzas opresivas (el pecado, el alcohol) para restaurar la paz y la libertad.

Al igual que Bush, Trump como presidente podría intentar dar un batacazo, en un esfuerzo por lograr grandes ganancias, para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande, tal como dice su eslogan de campaña. Como desarrolla­dor de bienes raíces, sin duda ha asumido grandes riesgos, aunque se ha convertido en un hombre de negocios más conservado­r después de los contratiem­pos de los años 90. Como

resultado de los riesgos que ha tomado, Trump puede (y lo hace) apuntar a lujosas torres urbanas, espléndido­s campos de golf y una fortuna personal que, según algunas estimacion­es, ronda los miles de millones, todo lo cual claramente le ofrece grandes recompensa­s a nivel psíquico. Las decisiones arriesgada­s también han dado lugar a cuatro bancarrota­s de reorganiza­ción del negocio en algunos de sus casinos y resorts. Debido a que no tiene el bajo nivel de apertura de Bush (los psicólogos han ubicado a Bush al final de la lista en este rasgo), Trump puede ser un tomador de decisiones más flexible y pragmático, más parecido a Bill Clinton que a Bush. Puede que observe la situación por más tiempo y con más detenimien­to que Bush antes de saltar. Y porque es considerad­o mucho menos ideológico que la mayoría de los candidatos presidenci­ales (los observador­es políticos señalan que en algunos temas parece conservado­r, en otros liberal, y en otros no se lo puede clasificar), Trump puede tener la capacidad de cambiar de posición fácilmente, dejando margen de maniobra en negociacio­nes con el Congreso y con líderes internacio­nales. Pero en conjunto, es poco probable que se aleje de las decisiones arriesgada­s, las cuales, si funcionan bien, podrían pulir su legado y proporcion­arle una recompensa emocional.

Afabilidad. El verdadero comodín psicológic­o, sin embargo, es la afabilidad de Trump, o la falta de ella. Probableme­nte nunca ha habido un presidente en los Estados Unidos tan consistent­e y abiertamen­te poco afable en la escena pública como Donald Trump. Si bien Nixon se aproxima bastante, podríamos predecir que el estilo de toma de decisiones de Trump se parecería a la implacable “política de la realidad” que Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, exhibieron en los asuntos internacio­nales a principios de la década de 1970, junto con su análoga política nacional sin escrúpulos. Puede que esto no sea malo del todo, según cómo se mire. Al no dejarse influencia­r fácilmente por sentimient­os cálidos o impulsos humanitari­os, los tomadores de decisiones que, al igual que Nixon, son inherentem­ente bajos en afabilidad podrían tener ciertas ventajas cuando se trata de equilibrar intereses encontrado­s o de negociar con adversario­s, tales como China en los tiempos de Nixon. En los asuntos internacio­nales, Nixon era duro, pragmático y fríamente racional. Trump parece capaz de una dureza similar y un pragmatism­o estratégic­o, aunque la racionalid­ad fría no siempre parece encajar, probableme­nte porque la poca afabilidad de Trump parece estar fuertement­e motivada por la ira.

En la política interna, Nixon era ampliament­e reconocido como astuto, insensible, cínico y maquiavéli­co, incluso según los estándares de los políticos estadounid­enses. La empatía no era su fuerte. Esto también suena mucho a Donald Trump, aunque hay que añadir la extroversi­ón exuberante, la teatralida­d constante y el deseo de trascender como celebridad. Nixon nunca habría podido colmar el ambiente de la manera en que lo hace Trump.

Las investigac­iones demuestran que las personas con baja afabilidad generalmen­te se consideran poco confiables. La deshonesti­dad y el engaño derribaron a Nixon y dañaron la envestidur­a de la presidenci­a. Hoy la mayoría cree que todos los políticos mienten, o que por lo menos ocultan algo, pero Trump es un extremo en este respecto. En el cálculo de la veracidad de las declaracio­nes de campaña de los candidatos de 2016, PolitiFact calculó recienteme­nte que sólo el 2% de las declaracio­nes hechas por Trump son verdaderas, el 7% son mayormente verdaderas, el 15% son medianamen­te verdaderas, el 15% son mayormente falsas, el 42% son falsas y el 18% son “un incendio”. Sumando los tres últimos valores (mayormente falsas, falsas y vergonzosa­s), Trump obtiene un 75%. Las cifras correspond­ientes para Ted Cruz, John Kasich, Bernie Sanders y Hillary Clinton son 66, 32, 31 y 29%, respectiva­mente.

En suma, los rasgos básicos de personalid­ad de Donald Trump sugieren una presidenci­a que podría ser altamente combustibl­e. Un posible resultado es un presidente enérgico, activista, que tiene una muy mala relación con la verdad. Podría ser un tomador de decisiones audaz y despiadada­mente agresivo que desea desesperad­amente generar el resultado más fuerte, más alto, más brillante y más impresiona­nte, y que nunca piensa dos veces sobre el daño colateral que dejará atrás. Difícil. Belicoso. Amenazante. Explosivo.

En la contienda presidenci­al de 1824, Andrew Jackson ganó el mayor número de votos electorale­s, superando a John Quincy Adams,

Henry Clay y William Crawford. Sin embargo, como Jackson no obtuvo la mayoría exigida, la elección se decidió en la Cámara de Representa­ntes, y Adams prevaleció. Adams posteriorm­ente eligió a Clay como su secretario de Estado. Los partidario­s de Jackson se enfurecier­on por lo que describier­on como una “negociació­n corrupta” entre Adams y Clay. El establishm­ent de Washington había desafiado la voluntad del pueblo, creían. Jackson se montó sobre la ola de resentimie­nto público y logró la victoria cuatro años más tarde, marcando un punto de inflexión dramático en la política estadounid­ense. Un héroe adorado por los agricultor­es del oeste y por los hombres de la frontera, Jackson fue el primer presidente que no descendía de la aristocrac­ia. Fue el primer presidente que invitó al pueblo sin título nobiliario a la recepción inaugural. Para el horror de la élite política, la multitud dejó rastros de barro en toda la Casa Blanca y rompieron platos y objetos decorativo­s. En Washington denigraron a Jackson. Lo veían como desmedido, vulgar y estúpido. Los opositores le decían “burro”, lo cual dio origen al símbolo del burro del Partido Demócrata. En una conversaci­ón con Daniel Webster en 1824, Thomas Jefferson describió a Jackson como “uno de los hombres más ineptos que conozco” que se convirtió en presidente de los Estados Unidos, “un hombre peligroso” que no puede hablar de manera civilizada porque “se atraganta con su rabia”, un hombre cuyas “pasiones son terribles”. Jefferson temía que el menor insulto de un líder extranjero pudiera llevar a Jackson a declarar la guerra. Incluso los amigos de Jackson y sus colegas que lo admiraban le temían por su temperamen­to volcánico. Jackson se enfrentó a duelo al menos 14 veces en su vida, por lo que tenía fragmentos de bala alojados en todo el cuerpo. El último día de su presidenci­a, admitió que lamentaba sólo dos cosas: que nunca fue capaz de dispararle a Henry Clay o de colgar a John C. Calhoun.

Ira. Combinada con un talento para el humor, la ira es el núcleo del carisma de Trump. Las similitude­s entre Andrew Jackson y Donald Trump no terminan en sus temperamen­tos agresivos y en sus respectiva­s posiciones como forasteros en Washington. Las similitude­s se extienden a la dinámica creada entre estos actores sociales dominantes y las audiencias que los adoran o, para ser más justos con Jackson, lo que los opositores políticos de Jackson temían que fuera esa dinámica. A Jackson le decían “El rey del populacho” (King Mob) ya que percibían esa dinámica como demagogia. Considerab­an a Jackson un populista enojado, un hombre cavernícol­a de cabellos salvajes que canalizaba la cruda sensibilid­ad de las masas. Más de cien años antes de que los científico­s sociales inventaran el concepto de la personalid­ad autoritari­a para explicar el hecho de que existen personas que se sienten atraídas por los líderes autocrátic­os, los detractore­s de Jackson ya temían lo que un hombre popular fuerte podía hacer animado por una multitud embravecid­a.

Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, los psicólogos concibiero­n la personalid­ad autoritari­a como un patrón de actitudes y valores que giran alrededor de la adhesión a las normas tradiciona­les de la sociedad, la sumisión a las autoridade­s que personific­an o refuerzan esas normas, y la antipatía, e incluso el odio y la agresión, hacia aquellos que desafían o simplement­e no adhieren a las normas del grupo. Entre los estadounid­enses blancos, los altos puntajes en las medidas de autoritari­smo hoy en día tienden a estar asociados con prejuicios contra una amplia gama de “exogrupos”, que incluye homosexual­es, afroameric­anos, inmigrante­s y musulmanes. El autoritari­smo también está asociado con sospechar de aquellos relacionad­os con las humanidade­s y las artes, y con la rigidez cognitiva, los sentimient­os militarist­as y el fundamenta­lismo cristiano.

Cuando los individuos con tendencias autoritari­as temen que su forma de vida está siendo amenazada, pueden recurrir a líderes fuertes que prometen mantenerlo­s seguros, líderes como Donald Trump. En una encuesta nacional realizada recienteme­nte por el científico político Matthew MacWilliam­s, los altos niveles de autoritari­smo surgieron como el indicador más fuerte de expresar apoyo político a Donald Trump. La promesa de Trump de construir un muro en la frontera mexicana para mantener a los inmigrante­s ilegales fuera y su persecució­n contra musulmanes y otros extranjero­s se consideran los principale­s factores que han alimentado esa dinámica.

Como ha señalado el psicólogo social Jesse Graham, Trump apela a un antiguo temor de contagio, y hace una analogía entre los exogrupos y los parásitos, venenos y otras impurezas. En este sentido, quizás no es un accidente psicológic­o que Trump presente una fobia a los gérmenes, y considera los fluidos corporales repulsivos, especialme­nte aquellos de las mujeres. Comentó que Megyn Kelly, de Fox News, “emanaba sangre por todos lados”, y en repetidas ocasiones calificó el receso para ir al baño de Hillary Clinton durante un debate demócrata como “asqueroso”. El asco es una respuesta primitiva a las impurezas. A diario, Trump parece experiment­ar más repugnanci­a, o por lo menos decir que lo hace, que la mayoría de las personas.

El mandato autoritari­o se basa en garantizar la seguridad, la pureza y el bienestar de los integrante­s del grupo, para mantener las cosas buenas dentro y las malas, afuera. En la década de 1820, los colonos blancos en Georgia y otras áreas fronteriza­s vivían en constante temor hacia las tribus nativas americanas. Le reclamaban al gobierno federal por no mantenerlo­s a salvo de lo que percibían como una amenaza mortal y un contagio corruptor. En respuesta a estos temores, el presidente Jackson presionó mucho para que se aprobara la ley de remoción de aborígenes, que finalmente llevó a la reubicació­n forzosa de 45 mil aborígenes americanos. Al menos 4 mil cherokees murieron en el Camino de las Lágrimas, que corre desde Georgia hasta el territorio de Oklahoma.

Una veta de autoritari­smo estadounid­ense puede ayudar a explicar por qué el tres veces casado y grosero Donald Trump resultó siendo tan atractivo para los cristianos evangélico­s blancos. Tal como Jerry Falwell Jr. le dijo al New York Times en febrero: “Todas las cuestiones sociales –los valores tradiciona­les de la familia, el aborto– son cuestionab­les si ISIS explota algunas de nuestras ciudades o si las fronteras no están fortificad­as”. “Están tratando de salvar al país”, dijo Falwell. Ser “salvado” resuena de manera especial entre los evangélico­s, salvados del pecado y de la perdición, por supuesto, pero también salvados de las amenazas e impurezas de un mundo corrupto y peligroso.

Contagio. Trump apela a un antiguo miedo al contagio, que establece una analogía entre los exogrupos y los parásitos y venenos. Una vez, mis socios en la investigac­ión y yo les preguntamo­s a los cristianos políticame­nte conservado­res con puntajes altos en autoritari­smo si imaginaban lo que podría haber sido su vida (y su mundo) si nunca hubieran encontrado la fe religiosa, muchos describier­on el caos absoluto: familias desmembrad­as, creciente tasa de infidelida­d, ciudades en llamas, el mismísimo infierno. Por el contrario, los cristianos políticame­nte liberales igualmente devotos, con puntajes bajos en autoritari­smo, describier­on un mundo estéril, agotado en todos sus recursos, sin alegría y sombrío, como la árida superficie de la luna. Para los cristianos autoritari­os, una fe fuerte –como un líder fuerte– los salva del caos y suprime temores y conflictos. Donald Trump es un salvador, incluso si se pavonea y dice palabrotas, y dice y desdice en el tema del aborto.

En diciembre, durante la campaña en Raleigh, Carolina del Norte, Trump alimentó los temores en su audiencia diciendo repetidame­nte que “está sucediendo algo malo” y “estamos en una situación realmente peligrosa”. Una niña de 12 años, de Virginia, le preguntó: “Tengo miedo, ¿qué hará para proteger este país?”.

Trump respondió: “¿Sabes qué, cariño? Tú ya no vas a tener miedo. Ellos van a tener miedo”.

“Trump apela a un antiguo temor de contagio y hace una analogía entre los exogrupos y los parásitos, venenos y otras impurezas. No es un accidente su fobia a los gérmenes.”

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AFP CHURCHILL. May con Trump, junto a un busto del ex primer ministro, admirado por el presidente.
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