Marketing feroz para una mala película
Con 14 nominaciones al Oscar, y con la casi unanimidad de la crítica tratándola como si fuese una maravilla, esta reseña irá contra la corriente. Como diría Lemony Snicket: abandonen esta serie de eventos desafortunados, ya que se ha creado para el resto de los mortales un deber: la película tiene que gustarles, porque la elogian los que supuestamente saben. Así, surgen films como La la land, que son flojos en su introducción, nudo y desenlace. O sea: en todo.
Chazelle ya había gozado de los beneficios del inflador mediático con Whiplash. Esta vez hizo lo mismo, pero apostando más; no ideas, sino decorados y presupuesto. Ahora cuenta el amor entre Sebastian y Mia –Gosling y Stone, que no sólo son chatos en sus actuaciones sino que a la hora de cantar, si escapan de los susurros protectores, desentonan–. La originalidad de Chazelle podría ejemplificarse con que para contar la relación divide la película en las estaciones climáticas, lo cual desde Vivaldi en adelante ha sido un recurso más usado que jabón de baño público.
La primera parte de la película es el enamoramiento. Busca contagiar alegría, pero la ausencia de contenido es tal que parecería ocurrir lo que se le critica a la comunicación del gobierno de Macri: todo es pura alegría, pero quien los escucha busca con desesperación, sin encontrar, elementos concretos para que se le despierte esa alegría impostada.
La segunda mitad, el desencanto, está apenas más alejada del frondoso catálogo de lugares comunes, pero a esa altura del metraje los actores despertaron tan poca empatía que lo mismo da lo que les ocurra. Lo rescatable de La la land sería el final agridulce, de no existir el detalle de que es idéntico al de Café Society, de Woody Allen.