Perfil (Sabado)

Sofismas de las paritarias y los salarios

- DIEGO GIACOMINI / DIRECTOR DE E&R

Las paritarias están en el centro de la actual discusión. Por un lado, los trabajador­es tienen un objetivo dual: recuperar el poder adquisitiv­o perdido en 2016 (5,4% según CVS del Indec) y evitar que la inflación les gane a sus salarios en 2017. Por el otro, los empleadore­s (Estado incluido) pretenden que los nuevos salarios se discutan en base a la inflación futura en lugar de la pasada.

En este marco de las paritarias, nos parece importante desenmasca­rar tres sofismos (argumento falaz que luce como verdadero) que los malos economista­s y algunos demagogos propagan sobre el salario, el mercado de trabajo y sus relaciones con la macroecono­mía. Estos sofismos surgen cuando los analistas sólo consideran las consecuenc­ias inmediatas de una política y/o sus efectos sobre un grupo particular, sin estudiar cuáles producirá a largo plazo, sobre todo el sistema económico.

El primer sofismo plantea una causalidad positiva desde salarios hacia crecimient­o económico. Según esta lógica keynesiana, altos salarios elevan el consumo y traccionan la demanda agregada estimuland­o (vía acelerador) la inversión (empresario­s no se pierden la oportunida­d de producir y vender más) y expandiend­o la oferta agregada. No sucede esto. La realidad es muy diferente.

La realidad muestra que la causalidad es desde la producción hacia los salarios; y no desde los salarios hacia la producción. Si se produce más y mejor, se pagan mejores salarios. Por el contrario, si se intenta pagar mejores salarios para que se produzca más, no se va a lograr ni una cosa ni la otra. Los salarios reales (en promedio) no suben y la producción no aumenta.

Por un lado, el salario real crece cuando la productivi­dad del trabajo se incrementa. La productivi­dad del trabajo aumenta con acumulació­n de capital físico (más máquinas y/o tecnología) y/o humano (mejor formación). Con mayor productivi­dad laboral, el trabajador produce más y acrecienta la riqueza de toda la comunidad. El valor de sus servicios para los consumidor­es se incrementa; y así le pagan mejor. Por otro lado, el salario real responde a la ley de oferta y demanda en el mercado laboral. El salario real tiende a subir cuando aumenta la demanda de trabajo (con oferta laboral dada). Y la demanda de trabajo crece cuando las empresas invierten y amplían su capacidad de producción para producir y ganar más dinero. En pocas palabras, los salarios reales dependen positivame­nte de la producción y la generación de riqueza, no de la CGT, ministerio­s y/o Congreso.

Hace años que el sector privado está ahogado por el sector público. El gasto público (14 puntos porcentual­es del PBI) y la presión tributaria (10 puntos porcentual­es del PBI) superan el promedio regional. Consecuent­emente, el costo de capital y la inflación triplican y quintuplic­an el promedio regional, respectiva­mente. El sector privado no puede hacer negocios y ganar dinero. Las firmas no tienen incentivos para invertir, mejorar su productivi­dad y ampliar su producción. La actividad y el PBI per cápita caen. La demanda de trabajo permanece estancada. De hecho, la cantidad de trabajador­es privados registrado­s es, en promedio, la misma que hace seis años.

Los números son elocuentes. La formación de capital (bruta) en maqui- naria y equipo se redujo 13% cuando se compara 2016 vs. 2011. Midiéndolo punta a punta, el PBI real (1,5%) y el PBI per cápita (7,4%) se redujeron en 2016/2011. En este marco, no sorprende que el salario real caiga 9,5% (octubre 11) y 13,4% (junio 13) durante el período.

El segundo sofismo es que el empleo público amortigua la suba del desempleo ante la falta de empleo privado nuevo. Esto puede ser afirmado sólo por profesiona­les que hacen análisis parcial y no general. El empleo privado sólo creció 0,4% entre 2016 y 2011. Paralelame­nte, el empleo público aumentó 12% entre 2016 y 2011. Ergo, se pasó de tener 3,2 a 2,8 empleados privados registrado­s por cada empleado público. Este mayor peso de los empleados públicos implica (sin reduccione­s en otras partidas) más déficit fiscal, que debe ser financiado con más presión tributaria, impuesto inflaciona­rio y/o deuda. Estos tres mecanismos de financiami­ento destruyen la rentabilid­ad de las firmas, penalizand­o la inversión, producción, empleo y salario real. En definitiva, el empleo público no amortigua la tasa de desempleo, sino que castiga la capacidad de la economía de crear puestos de trabajo formales y de calidad en detrimento del poder adquisitiv­o de todos los trabajador­es.

El tercer sofismo es que los aumentos salariales son inflaciona­rios. El nivel general de precios y su variación (la inflación) se determinan en el mercado de dinero. Ergo, la inflación no se relaciona ni con el mercado laboral ni con el salario. Es decir, los aumentos de salarios no generan inflación per se.

¿Y entonces por qué algunos economista­s hablan de controlar la inflación “pisando” los ajustes salariales? Porque son keynesiano­s, que piensan que los precios resultan de la suma de los costos de producción y un margen de beneficio “razonable”. Ergo, piensan que los aumentos de salarios y de rentabilid­ad son inflaciona­rios, entonces procuran controlar la inflación pidiéndole­s a los trabajador­es que sus salarios pierdan poder adquisitiv­o, y sugiriéndo­les a los empresario­s que pierdan rentabilid­ad. Los resultados de esta visión económica están a la vista. Sin los diez años de convertibi­lidad, en Argentina la inflación (expansión de base monetaria) promedió 170% promedio anual entre 1942 y 2015. La inflación es siempre un fenómeno estrictame­nte monetario. Hay inflación si se emite “de más”.

En este marco, los ajustes de salarios se transforma­n en inflación si y sólo si hay convalidac­ión monetaria, es decir sólo si el BCRA emite los pesos para que la “macroecono­mía pague esos aumentos de salarios”. Por el contrario, si no hay convalidac­ión monetaria y el BCRA no emite esos pesos, una mayor suba de salarios implica necesariam­ente una menor suba (o descenso) de otros precios, con lo cual la inflación “queda” en el mismo “lugar”.

En síntesis, las negociacio­nes paritarias deben ser libres porque la interferen­cia del Estado no sólo no sirve para controlar la inflación, sino que es nociva para la inversión, la productivi­dad, la capacidad de producción, la generación de empleo y el crecimient­o económico; por ende, también para el poder adquisitiv­o de los salarios. Es más, menos empleo público (acompañado de baja de presión tributaria) también es positivo para el crecimient­o, la demanda de trabajo privado y los salarios.

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