Intento mercachifle de entrar en China
Matt Damon ha sabido sorprender. Pasó de ser ese mentón bostoniano indie, de jovencito ganador del Oscar, a ser celebridad de alfombra roja y después, con gracia y con talento, en un actor que parecía todopoderoso: desde un cameo impensado en una película soez a actuar en Marte, pasando por ser una estrella de acción, un actor respetado (de esos que salvan películas, no de los que pesan tanto que las hunden) y alguien que se ríe de sí mismo.
Todo esto dicho para explicar que La gran muralla se ve como un paso extraño en su carrera. Bah, no extraño, esguinzado. Extraño no es, ya que resulta simple: se trata de la inserción sin vergüenza en el mercado chino, el más importante hoy día para los tanques de Hollywood a la hora de ver resultados globales satisfactorios. La película usa a Damon como disfraz de Halloween y Damon usa la película como vehículo. Ambos hacen negocio y pierde, tampoco tanto, el cine.
El resultado es una obra que decide contar “una de las varias leyendas” alrededor de la Muralla China. La misma implica la presencia, desde el comienzo, de criaturas que muestran una feliz hiperactividad y muchas razas de lo más entusiastas: algo ahí roza, antes que el “copiar y pegar” de una computadora, la gentileza a la hora de los monstruos de nombres como Ray Harryhausen, animador de films como Jasón y los argonautas.
Ese link permite una lectura más relajada de la tensión de La gran muralla. Además, por ejemplo, por poner murallas que resisten en escena, nunca se logra un nervio cercano a Peter Jackson en Las dos torres: el director Zhang Yimou siempre traiciona lo brutal en pos de cierta idea esteta y circense de la acción. Es fiel a su estilo, pero marca la obesidad de intenciones mercachifles detrás del material y sus errores de casting.