Siempre alguien debe juzgar la acción como concepto a la hora de películas como John Wick 2: otro día para morir. Desde el “la acción como una de las bellas artes” al “pa’ ser de acción está bien”, todas las estaciones ya las pisamos una y otra vez. Wick se trata exactamente de eso: de burlarse de estaciones, de trasladar la acción a una paradoja excepcional y nada mezquina: si aquella primera John Wick había sido un revés simpático a la acción seca y bien filmada, esta segunda sube la apuesta. No sólo por comenzar con un guiño al cine mudo cómico de Buster Keaton. Estamos en el terreno del cine, donde la felicidad existe más allá de lo que muestra el rostro.
Porque el rostro de Wick, el de Keanu Reeves, poco dice. Tiene corte de pelo de playmobil y traje antibalas de tres piezas (y preferencia por las armas alemanas, como le dice su sommelier). Reeves es el huracán: nos lleva dentro de una pe- lícula donde el orden se altera y la burocracia de una especie de liga de asesinos global y sus métodos con leyes inquebrantables todo lo reina. Ese reino, claro, es el cine: pocas películas confían tanto en cada rincón de una pantalla y todas sus posibilidades.
Wick pelea por un auto que destruye usándolo como puños y busca, siempre, venganza (sea por una propiedad inmobiliaria o por su perro). Su sinsentido no es tal: el mundo que lo contiene amplía esas normas y las traduce en una idea de felicidad keatoniana. Hay muchas cosas más allá de la superficie de John Wick, y muchas de ellas tienen que ver con el cine de acción como posible, como canchereada y como irrigación del cine contaminado. Wick apuesta por la belleza de su mundo, de sus guiños y patadas, de sus tiros y muertes dignas. Hacía rato que una película no nos permitía usar la magia del cine como un traje de tres piezas. Basta de juguetes. Vuelva pronto, señor Wick.