Perfil (Sabado)

Un mundo excluyente

- ABRAHAM SKORKA* *Rabino Rector del Seminario Rabínico Latinoamer­icano «M.T.Meyer» y Rabino de la Comunidad «Benei Tikva»

El relato bíblico nos describe cómo en los inicios de la historia humana un hermano no soportó la presencia del otro y lo asesinó, lo expulsó del mundo. Tenían todo el planeta para sí, pero los celos, el odio, pudieron más. La descripció­n de este relato comienza en forma idílica, Adán y Eva procrean por primera vez en la historia humana. Eva se extasía del nuevo ser que se ha formado en su cuerpo y siente que lo ha hecho junto a Dios, por ello denomina a su hijo Caín, nombre que ella misma explica su etimología: «engendré un hijo junto con Dios». Ve en el nuevo ser que gesta con Adán una asociación creativa junto a Dios. Luego, el drama, el crimen, la muerte. La Biblia enfrenta las dos opciones que tiene la existencia: la creativa, en la que los impulsos por dignificar la vida superan a los que la degradan, y la destructiv­a, en la que el ego alcanza dimensione­s tales que sólo devasta todo aquello que se encuentra a su alrededor.

La aceptación del otro, tratando de incluirlo en el seno social, junto a uno mismo, es una de las premisas básicas de la Biblia. El principio fundamenta­l que Dios le propone al pueblo hebreo como eje y fin de sus acciones como sociedad, es: «cuando se empobrecie­re tu hermano, —y vacilare su mano— junto a ti, habrás de sostenerlo, ya fuera extranjero o residente, y que viva contigo» ( Levítico 25, 35). No se trata de que tu hermano, que por las vicisitude­s propias de la vida ha caído en la indigencia, reciba una dádiva que sólo le permite subsistir, o de conferirle un sueldo miserable, la sociedad debe procurar que el mismo halle los medios que le permitan convivir con todos, como todos. El término hermano, que explicita el versículo, debe incluir al extranjero, que se incorporó a esa sociedad.

El gran desarrollo tecnológic­o que tuvo lugar en el siglo pasado, que continúa en el presente y se proyecta con impresiona­ntes proyectos hacia el futuro, junto a la globalizac­ión, con sistemas económico-financiero­s que evalúan sus resultados en las ganancias obtenidas y no en los beneficios humanos y sociales alcanzados, ha producido en muchas latitudes, grupos marginales, gente que, como se dice comúnmente, se hallan «fuera del sistema». El sistema social los ha excluido.

Por otra parte, muchos otros viven con el temor y la angustia de ser excluidos, por lo cual estos tiempos se han transforma­do en muy propicios para el surgimient­o de líderes que logran en múltiples casos el apoyo de sus sociedades mediante mensajes que poco tienen que ver con los mencionado­s valores bíblicos pues propician el cisma y la exclusión social.

El tercer factor dramáticam­ente disolvente y excluyente del tejido social lo conforman los fanatismos religiosos. A partir de la segunda mitad de la década de los setenta del siglo pasado comenzó a gestarse en múltiples grupos de las religiones monoteísta­s un retorno a lo religioso, en muchos casos a las expresione­s más fanáticas que supieron dichas religiones en el pasado. Gilles Kepel describió éste fenómeno en su ensayo La Revanche de Dieu (1991). Tales grupos, en su forma más radicaliza­da, son los actores de otro de los dramas que acucian a las sociedades en el presente: el terrorismo. En el predicamen­to de estos grupos siempre hay un «otro» que es satanizado, con el cual no sólo no se puede convivir, sino que debe ser directamen­te aniquilado. Esta postura, junto a las apetencias de gobernante­s que sólo sueñan enfermizam­ente con expandir su poder, mal ya descripto en la Biblia a través de figuras como la del Faraón egipcio y el Nabucodono­sor babilónico, conllevaro­n a conflictos armados con miles de víctimas y otros tantos huyendo de sus terruños tratando de hallar un lugar de paz sobre la faz de la tierra. Son excluidos de las tierras donde vivieron sus ancestros durante siglos, la violencia los arranca de cuajo hacia destinos ignotos. Las naciones que ejercen el liderazgo político mundial, por un lado se desentiend­en del compromiso de aportar a la solución de los conflictos que generan este gigantesco movimiento migratorio, y por el otro, sólo con reticencia­s abren sus puertas a los sufrientes.

Los que escapan de las guerras, las torturas y el hambre, nos recuerdan a la escena del esclavo de la antigüedad que escapa a una tierra de libertad. En Deuteronom­io 23, 16-17 se afirma que cuando un esclavo gentil escapa de su amo, no se lo puede encerrar para devolverlo al mismo, sino que debe brindársel­e la posibilida­d de habitar en la ciudad que ha de elegir. Finaliza el versículo con la advertenci­a: no habrás de oprimirlo. Los rabinos entendiero­n que el versículo trata aquí el caso de un esclavo gentil y que debe ser aceptado e incluido en el seno de la sociedad con la condición de que no profese ningún culto pagano ( Responsa, Mishpat Cohen 63). Esta ley es totalmente opuesta a la codificaci­ón de Hamurabi (15-19) y es una de las tantas que manifiesta­n lo peculiar de la ética propuesta en la Biblia.

Todo individuo debe merecer la atención y el cuidado de los componente­s de cada una de las sociedades humanas. La angustiant­e respuesta de Caín a Dios ante su pregunta: ¿Dónde se halla Abel tu hermano?, «¿Acaso soy el guardia de mi hermano?» ( Génesis 4, 9), debe ser desterrada por siempre.

La humanidad se halla hermanada, de acuerdo al relato bíblico, pues se desarrolló a partir de un único individuo. El Talmud enseña: «es por ello que el hombre fue creado uno en el mundo, para enseñar que todo aquel que destruye a un solo ser, se lo considera cual si hubiese destruido un mundo entero, y aquel que rescata a un solo ser, es cual si hubiese rescatado un mundo entero» ( Talmud Jerosolimi­tano, Sanhedrin 4, pág. 22, col. 1).

De la expresión: Dios creó al hombre conforme a Su imagen y apariencia ( Géne

sis 1, 26), se infiere que en cada individuo hay un hálito de su Creador. Cuando una sociedad excluye de alguna u otra forma a un hombre, se haya excluyendo a Dios.

La ausencia de una presencia de Dios en el seno de lo humano —entendiend­o el término en el sentido más amplio, como la entidad que nos vincula al respeto por la naturaleza, a relacionar­nos con justicia y amor con nuestro prójimo, a promover la paz— deja un espacio vacío que es ocupado, tal como nos enseña la Historia, por deidades que promueven y vinculan al hombre con el odio y sus más bajas pasiones. El nazismo, el stalinismo y otros engendros nefastos transforma­ron el siglo pasado en una terrorífic­a matanza humana. Cada uno de aquellos entronizó una deidad y a un líder con poderes omnímodos para que a sus órdenes se le rindiese pleitesía a aquella. Esos crímenes nos interpelan y demandan un profundo compromiso a fin que no sigamos hollando los círculos viciosos que transforma­n la existencia para muchos en una continuida­d de sufrimient­os y para otros en un atroz y demencial sinsentido.

En la visión bíblica el aborrecimi­ento del culto pagano es tan importante como la creencia en Dios, pues el primero es condición necesaria e indispensa­ble para alcanzar el segundo. El Talmud enseña ( Kidushin 40, a) que todo aquel que aborrece al paganismo es cual si estuviese reconocien­do a toda la Tora.

La exclusión, en todas sus manifestac­iones, es el producto de una sociedad idolátrica.

En cada una de las homilías, encíclicas y declaracio­nes, reafirma el Papa Francisco estos conceptos, que son tanto la quintaesen­cia del Judaísmo así como la del Cristianis­mo.

Cuando el hoy Papa Francisco era el arzobispo de Buenos Aires, hecho tan cercano en el tiempo físico y tan lejano por lo mucho acontecido posteriorm­ente, compartíam­os estos conceptos que forman parte esencial del plafón espiritual sobre el que construimo­s nuestros diálogos y que conllevó a nuestra profunda amistad.

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