Perfil (Sabado)

Los pobres llaman a nuestra puerta

En el mensaje para la Cuaresma el Papa actualiza la parábola de Lázaro

- Vaticano, 18 de octubre de 2016 Fiesta de san Lucas Evangelist­a.

En el mensaje presentado el martes 7 de febrero por la mañana referido a la próxima Cuaresma, el Papa Francisco definió este periodo como un «tiempo propicio para intensific­ar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna». Inspirándo­se en la parábola evangélica del hombre rico y del pobre Lázaro, el Pontífice analizó la dimensión del don.

Queridos hermanos y hermanas: La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrecci­ón, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» ( Jl 2, 12), a no conformars­e con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacienteme­nte que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensific­ar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 1931). Dejémonos guiar por este relato tan significat­ivo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarn­os para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándo­nos a una sincera conversión. 1. El otro es un don La parábola comienza presentand­o a los dos personajes principale­s, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperad­a y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre, degradado y humillado.

La escena resulta aún más dramática si consideram­os que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmen­te «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculab­le, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).

Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirs­e y a cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocid­o. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramo­s en nuestro camino. Cada vida que encontramo­s es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico. 2. El pecado nos ciega La parábola es despiadada al mostrar las contradicc­iones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidade­s (cf. Jr 10, 9) y a los reyes (cf. Jc 8, 26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteab­a espléndida­mente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Ho

milía, 20 septiembre 2013). El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6, 10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirs­e en un ídolo tiránico (cf.

Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrument­o a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidarida­d con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el

La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo Cada uno de nosotros los encontramo­s en nuestro camino. Cada vida que encontramo­s es un don y merece acogida, respeto y amor

mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.

La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalid­ad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exteriorid­ad, de la dimensión más superficia­l y efímera de la existencia (cf. ibid., 62).

El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplement­e un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillació­n.

Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciar­á a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» ( Mt 6, 24). 3. La Palabra es un don El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararno­s bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experienci­a semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática. El sa- cerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1

Tm 6,7). También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» ( Lc 16, 24.27), demostrand­o que pertenece al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradict­oria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios. El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimient­o con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.

La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirle­s; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).

De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramento­s y en el prójimo. El Señor —que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador— nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubri­r el don de la Palabra de Dios, ser purificado­s del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitado­s. Animo a todos los fieles a que manifieste­n también esta renovación espiritual participan­do en las campañas de Cuaresma que muchas organizaci­ones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participan­do de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.

El dinero puede someternos a nosotros y a todo el mundo a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz

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