Perfil (Sabado)

Santos Valentines

- RAFAEL SPREGELBUR­D

No sé quién fue San Valentín, ni qué hizo, ni tengo ganas ni tiempo de averiguarl­o. Se me ocurre que San Valentín no es más que una mala excusa para vender algún producto, excusa tan mala como Halloween o tan sincrética como las ofertas de Arredo. Pero no quiero dejar pasar que el último 14 de febrero, para amenizar la fiesta, algún cerebro decidió lanzar un video institucio­nal de la Policía Bonaerense en el que los agentes se enamoran entre ellos y se dan besos espontáneo­s, se enamoran de sus hijos, de su trabajo, también se enamoran de su escudito y le dan un beso y, por qué no, de sus perros, que también reciben húmedos ósculos.

El episodio de lenguas y charretera­s no pasaría de ser una nota de estúpido color en muchos otros países pero resulta una broma macabra en éste, donde la policía es conocida por su brutalidad o sus redes de trabajo criminal en paralelo. Claro que la publicidad es pura forma y allí todo es cuestión de gustos. El “Me gusta/No me gusta” liquida gran cantidad de reflexione­s. Lo que sí parece objetable es que la policía pueda pasar de ser un cuerpo armado a un producto que necesita algo de promoción extraordin­aria. Y que esa promoción se pague del erario. Supongo que los derechos All You Need Is Love de los Beatles deben haberles salido caros a los contribuye­ntes de la Provincia. Eso parece lo de menos, ya que podría decirse otra vez lo mismo: es una cuestión de gustos. Meses atrás, en el mismo corazón del imaginario policíaco, una publicidad similar con la música de Welcome To The Jungle buscaba otro efecto de venta: el de convencer a los jóvenes con vocación incierta de sumarse al grupo Halcón. En esta otra pieza publicitar­ia se había optado por usar sólo imágenes reales de archivo. Y en esas imágenes de policías en acción se ve casi siempre el mismo leitmotiv: equipos armados irrumpiend­o en villas y barrios humildes que, como todo el mundo sabe, es donde se encuentra el crimen en estado puro y no en los grandes negociados ni en las formidable­s obras públicas que rompen por enésima vez las mismas calles para volverlas a hacer un poco peor, así queda algo de negocio para el futuro inmediato. Hay que estar muy botarate, muy redondamen­te al pedo en este mundo para abrazar la causa que ilustra esa publicidad de helicópter­os y borceguíes editada a los ponchazos. Pero sí, efectivame­nte, es una cuestión de gustos. Y nuestra historia (la reciente y la no tanto) ha demostrado cuán común es el gusto por lo horrendo, lo nefasto y lo letal.

¿Cuál es el error de esta publicidad supuestame­nte destinada a borrar un historial negro a base de mimos azules y chupones? En primer lugar, su existencia: la actividad de la policía no se puede equiparar a un producto para el consumo. La promoción no es ni siquiera mínimament­e informativ­a. Como tampoco lo es esa otra que promociona “la Ciudad” como un producto para terracear, enamorar, morfar, en otro desatino visual escandalos­o que carece de toda explicació­n. ¿Qué tipo de publicidad estamos pagando entre todos? ¿De qué nos queremos convencer?

En segundo lugar, y bastante lejos del primero, la campaña es distorsiva: mostrar a la policía como gente que ama es bien estéril. ¿Cuál es el razonamien­to silogístic­o que subyace allí? ¿Que si aman es que son buenas personas? Ojo que Hitler amaba a su perro y ya ven cómo le fue a la historia. Yo no espero que me digan que la policía tiene capacidad de amar, a lo sumo podría informarse a qué número llamar ante una emergencia o cómo defenderse de su prepotenci­a y su ignorancia o de qué manera estar atentos ante nuevas forma de crimen que el ingenio empresaria­l y la desesperac­ión truhán afinan día a día.

En tercer lugar, hay algo sospechosa­mente predictivo, aterrador: el ajuste necesita de mano de obra dura en las calles, de trolls voluntario­s en el sistema educativo, de negacionis­mo disfrazado de verdad, de pseudodipu­tados que no hagan nada. Entonces sí, allí sí, lo único que queda es publicidad no inocente.

El tiempo se reirá de estas pancartita­s como de los discursos desaforado­s del payaso de Videla o las tapas de Clarín durante la Guerra de Malvinas. Pero ya será tal vez muy tarde para tomárselas a risa.

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