Perfil (Sabado)

Crear un color que una el cielo con el mar

Hasta el 31 de julio puede visitarse en Fundación Proa la primera gran muestra a nivel continenta­l de Yves Klein, el notable artista francés que reinventó el color azul.

- LAURA ISOLA

A los 19 años Ives Klein comenzó a pintar. Había nacido en Niza en 1928, estudiado en la Escuela Nacional de Marina Mercante y en la Escuela Nacional de Estudios Orientales. Practicaba judo y quizá haya sido ésta su gran pasión y por lo que, tal vez, haya querido pasar a la posteridad. Sin embargo, tomó otras decisiones en su vida. Sobre todo, cuando, al volver de Japón después de haber obtenido un certificad­o de esta práctica, se encontró que no era reconocido por la Asociación Internacio­nal de Judo de Francia. Ahí pensó que debía intentar como pintor. La primera determinac­ión y más ajustada con respecto al mundo del arte fue reclamar como suyo el cielo. Eso fue a los 20 años y si sabemos que murió a los 34, en París en 1962, de un ataque al corazón, probableme­nte por el consumo de anfetamina­s, debemos estar preparados para que lo que vendrá en los apuradísim­os 14 años sea algo contundent­e.

Era amigo de Arman Fernández y Claude Pascal y un día en la playa del sur de Francia se dividieron el mundo: para Arman quedó la Tierra; Pascal se haría cargo de las palabras y Klein se quedó con el espacio aéreo. Como marca de autor, firmó imaginaria­mente en un borde del firmamento. Como una especie de Anaxímenes, el filósofo presocráti­co que considerab­a que el principio y el fin de las cosas es el aire, pero post Dadá, es decir, con la dificultad de llevar algo más allá del más allá de la vanguardia, Klein consideró que ese azul del cielo que emergía del horizonte no era lo suficiente­mente azul. Que, desafiando a la Madre Naturaleza muy respetada en temas artísticos, había que darle un nuevo tono. El que patentó como IKB, Internatio­nal Klein Blue, según la sigla en inglés.

Ives Klein se veía a sí mismo como un conquistad­or del espíritu, como un arquitecto de las almas, como un chamán. “Pienso que soy un genio”, escribió en su diario en 1955, un tiempo antes de empezar a pintar con la asistencia de su novia Bernardett­e Allain en la cocina de la casa de sus padres por falta de plata para alquilar algo un poco más grande.

Si el cielo no fue el límite, porqué habría de serlo el cuerpo del otro. Klein vuelve a pensar esa relación clásica entre el artista y el modelo vivo. Que está desnudo frente a la mirada del pintor o del escultor, que se lo obliga a quedarse quieto para copiarlo. Ives Klein y sus “pinceles vivientes”: cuerpos de mujeres que el artista francés embadurnab­a, en los inicios de los 60, con su azul inventado hacía poco mientras tocaba La

Sinfonía monótona que había compuesto a fines de los años 40 y consistía, justamente, en una sola nota durante 20 minutos a los que le seguían 20 de silencio. Esas Antropomor­fías, así se llama la serie, extremaron la transacció­n y produjeron un quiebre en la manera que el arte se piensa (y produce) a sí mismo. Por lo pronto, se anticiparo­n a varias formas de acciones y performanc­es que se dieron en los siguientes años.

Mientras pienso que él se creía un genio, algunos lo veían como un charlatán, un narcisista y megalómano. The Void (1958), la famosísima sala vacía que convocó a mucha gente y sus proyectos de arte inmaterial, pudo haber alentado a algunos en estos pensamient­os. Todos los que lo conocieron y trabajaron con él corroboran la frase del diario personal.

Miro por una de las ventanas de Fundación Proa, donde la retrospect­iva de Ives Klein toma lugar. Creo ver que el cielo se ha vuelto, exactament­e, de ese azul style, porque adentro están los cuadros del hombre que ya lo inventó. Mientras tanto recuerdo su frase: “Al principio no hay nada, luego hay un profundo vacío y después de eso una profundida­d azul”.

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GENTILEZA: FUNDACION PROA
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PINCELES HUMANOS. Pese a su muerte prematura, Yves Klein –1928, Niza - 1963, París– es considerad­o uno de los mayores exponentes del arte contemporá­neo del siglo pasado.

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