El silencio humilde
Durante treinta años el entonces provincial de los jesuitas, después obispo auxiliar, y finalmente arzobispo de Buenos Aires y primado de Argentina, había elegido el silencio. También esto dice mucho del modo de entender la libertad que el Papa Francisco custodia para sí y desea para los demás. Incluso a costa de pagarlo en primera persona. A esos silencios, no obstante, estoy agradecido. Porque me han permitido seguir el hilo de las preguntas, de las dudas, de las sospechas y reconstruir un pedazo de historia argentina a través de los testimonios de hombres y mujeres que le deben la vida al padre Jorge.
Se dice que a un hombre se le juzga también por sus amigos. Francisco tiene algunos excelentes. Saben mantener el secreto, incluso cuando habrían querido gritar quién es y qué ha hecho verdaderamente el padre Jorge durante el régimen. “Para nosotros argentinos es todavía una herida abierta. Jorge ha sido calumniado, no lo merecía. Pero él tampoco quiere pasar por héroe”. Esto dicen.
Sin embargo, un interrogante permanecerá sin una respuesta exhaustiva. ¿Cuántos eran? Padre Miguel la Civita, uno de la “lista”, afirma haber visto a Bergoglio «ayudar a muchas personas a dejar el país». No solo sacerdotes o seminaristas. «En el Colegio Máximo se presentaban diversos personajes, solos o en pequeños grupos, que estaban algunos días y luego desaparecían. Decía: “vienen para un retiro espiritual”. Y los ejercicios duraban una semana. Entendí que se trataba de laicos disidentes que el padre Jorge ayudaba a escapar. ¿Cómo? En cualquier modo y arriesgando muchísimo siempre».
A estos se añaden todos aquellos que fueron salvados “sin saberlo” porque, gracias a las maniobras del padre Jorge, «evitando nuevos arrestos se evitó —como me han narrado ex estudiantes de la Universidad de El Salvador que entre ellos no se conocen y viven en al menos tres continentes— que durante los interrogatorios conducidos bajo tortura pudieran surgir otros nombres, que de no ser así hoy estarían añadidos al exterminado elenco de los desaparecidos».
No todos querían que la verdad saliese a la luz. Una tarde de mayo de 2013, en la plaza del Congreso, a pocos pasos del solemne edificio del parlamento, fui víctima de un extraño intento de atraco. Se fueron sin llevarse nada. Solo una palmada en el hombro y un dedo que apuntaba a mi hotel, señal de que sabían donde me alojaba. Y por último, un consejo no pedido: “Hermano, demasiadas preguntas. Vuelve a Italia”. Ese día tuve una discusión con unos hombres a propósito de la elaboración de un viejo falso dosier contra Bergoglio. La “lista” permanece incompleta de mucho. La mayor parte de estos desaparecidos que faltan se ha construido una vida lo más normal posible. El mal ha sido dejado al otro lado de la puerta. Pero de vez en cuando llama. Como en una terapia de desintoxicación colectiva, durante décadas han intentado llenar el vacío de esa locura con la cotidianidad de una vida que se han ganado día a día. Algunos agradeciendo la buena suerte por el sol que todavía sale delante de sus ojos, y otros maldiciendo el sentido de culpa por no haber terminado con los demás en el fondo del Atlántico.
El bien, sin embargo, tiene raíces profundas. Y las sorpresas no faltan nunca. La última vez, hace pocas semanas en Angola. Al término de una mesa de diálogo, un hombre de origen portugués, pero que había vivido en Sudamérica, se me acercó para contarme su historia. Son hijos de la diáspora argentina, la que provocó casi dos millones de exiliados desde 1976 a 1983. “Estudiaba en la Universidad de los jesuitas, en Buenos Aires. Y si no hubiera sido por el padre Jorge, que nos ponía en guardia y nos protegía de la policía, hoy podría estar con los otros en el Mar del Plata”. Esos “otros” son los desaparecidos.
El luto argentino es también una historia hecha de coincidencias. Concomitantes que parecen paridas por la sádica imaginación de un demiurgo caprichoso. Viejas amistades, conocidos casuales, encuentros fugaces que el embudo de la historia hace converger en el picador de carne de las “vidas echadas a perder”. ¿Habría podido imaginar alguna vez el neodiplomado Jorge Bergoglio que su jefa en un laboratorio de análisis químico habría sido asesinada veinte años después sin que él, convertido en sacerdote, consiguiera responder a sus oraciones para obtener la liberación? Y sor Alice Domon, ¿cómo habría podido presagiar que sería condenada a muerte con el placet de ese Jorge Videla que se mostraba tan agradecido por haber cuidado de su hijo minusválido?
De una manera u otra Bergoglio estará en el centro de estas historias equivocadas. Como si su vida de antes, la de estudiante y luego de novicio, hubiese sido un largo entrenamiento para la jugada más arriesgada.
En aquellos tiempos la sospecha, más que el terror, se convirtió en el arma para destrozar el contexto social, dividir a las familias desde el interior. En un país como Argentina, donde los grupos familiares eran la roca a la que se agarraban los náufragos de las olas migratorias, desestabilizar a las familias quería decir tener el control sobre la nación.
“Me pregunto a menudo si no habría podido hacer más”. Bergoglio confesó esta duda interior suya a Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin, los dos periodistas que le entrevistaron muchos años antes del cónclave por el libro “El jesuita”. De vez en cuando actualizo la contabilidad de todos los que, directamente e indirectamente, han sido protegidos por Francisco. Y la respuesta es no, no habría podido.
Cuatro años después de mi primer desembarque en Baires, todavía recibo cartas, correos, llamadas de alguien que ha decidido soltarlo todo, y son decenas. Para poder verificar una por una todas las indicaciones, sería necesario un equipo entero de periodistas investigadores que se pusiera a trabajar durante algún año. Por sí solos, efectivamente, los testimonios no bastan. Una vez, para tratar de poner en duda la consistencia de la investigación periodística conocida como “La lista de Bergoglio”, traducida en unas veinte lenguas en más de 60 países, me pasaron datos equivocados. Era una historia que se basaba en hechos verdaderos que desembocaba en conclusiones falsas. Si la hubiese incluido, el entero trabajo habría sido perjudicado. Todavía hoy no me queda claro el motivo de esa fracasada desviación.