Vencer el hambre en el mundo
«El ayuno que yo quiero es éste: partir tu pan con el hambriento. Cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía» ( Isaías 58, 6-7.10).
Como cada año, al comenzar la cuaresma, la Palabra de Dios resuena con claridad, llamándonos a la oración y al ayuno que debe traducirse en ayuda concreta al hermano necesitado, especialmente al hambriento.
Sobre la importancia fundamental de la oración en la batalla de los creyentes contra el hambre, vale la pena recordar a san Juan Pablo II, que hizo una original reflexión sobre el Padrenuestro en su Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación del año 2001: «El "Padrenuestro", la oración que Jesús enseñó a sus discípulos (cf. Mateo 6, 9-13; Lucas 11, 2-4), puede ofrecer a todos los creyentes, en el pleno respeto de la pertenencia religiosa de cada uno, significativos motivos de reflexión y valiosos criterios para la acción […] El "Padrenuestro" es la oración de los hermanos que, conscientes de que no pueden llegar a Dios por sí solos, confían en poder encontrarlo juntos, viviendo en comunión entre sí. Invita a ver el rostro de Dios en el rostro del prójimo, por el que cada uno debe interesarse, especialmente cuando es muy débil y carece del alimento diario. En efecto, Jesús mismo dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" ( Mateo 25, 40)».
Estas palabras de Jesús inspiraron a san Agustín a la hora de expresar, con su característica genialidad, que «en el pobre quiso ser alimentado Aquél que no tuvo necesidad de alimento» (Sermón 206, 2). La conclusión a la que llegaba el santo Obispo de Hipona no puede ser más oportuna en esta cuaresma: «Que la mortificación voluntaria sea para el sustentamiento del que no tiene» (Sermón 210, 12). La oración y el ayuno han de conducir a un compromiso sincero de solidaridad concreta, de una fe que desemboca en la caridad pasando por «nuestro bolsillo».
Podría ocurrir que, frente al hambre, existiera la tentación de pensar que solo la intervención de los Estados o las grandes instituciones puede exterminar esta dolorosa lacra. Por eso, el beato Pablo VI, en la carta encíclica Populorum progressio (26 marzo 1967), de cuya publicación se cumplen cincuenta años, animaba a sumar también la aportación individual para acabar con el hambre: «Ello exige mucha generosidad, innumerables sacrificios y un esfuerzo sin descanso. A cada uno toca examinar su conciencia» (n. 47).
El ayuno que busca compartir con el pobre el propio pan incide en la necesaria opción por la sobriedad. El papa Francisco nos recuerda frecuentemente que hemos de «amar la pobreza», uniendo la austeridad a la sencillez de vida (cf. Discurso en el encuentro con el Comité de coordinación del CELAM, 28 julio 2013). A este respecto, en la exhortación apostólica
Evangelii Gaudium, el Sucesor del apóstol Pedro nos hace caer en la cuenta de que se requiere hacer propia la suerte del hermano pobre y hambriento cuando, denunciando la «globalización de la indiferencia», describe sin ambages el mecanismo que la alimenta: «Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera» (n. 54). El Sumo Pontífice nos indica una vía muy práctica y atinada para que el ayuno parta del corazón, que es lo que Dios mira y aprecia en las obras de la cuaresma: el control del deseo de posesión de bienes, que está en la base de esta cultura del bienestar que produce pobreza, insolidaridad y exclusión.
La encrucijada que estamos viviendo no es para nada fácil. ¿Qué nos está pasando? ¿De qué mal estamos aquejados cuando en pleno siglo XXI se manejan cifras tan escandalosas como las suministradas por los organismos internacionales, que nos hablan de la existencia de casi ochocientos millones de hambrientos en el mundo? ¿Cómo explicaremos que la humanidad esté legítimamente empeñada hoy en buscar por el espacio sideral planetas con agua, sin empeñarnos con mucho mayor ahínco en evitar que en la tierra mueran de sed cada día mil niños? ¿Qué motivaciones esgrimiremos ante el tribunal de la historia para dar razón de los ingentes gastos armamentísticos mientras actualmente se están dando espeluznantes crisis humanitarias y alimentarias en países como Yemen, Nigeria, Sudán del Sur o Somalia?
Ha llegado la hora de actuar, de no permitir que los pobres queden atrás. A esto nos puede ayudar reavivar el profundo significado que esta cuaresma tiene: es preciso oír la voz de Dios que nos apremia a la oración, al ayuno y a la justicia, a una activa y eficaz solidaridad, a derrotar de una vez por todas el individualismo que nos devora poniendo en la vanguardia de nuestras vidas la generosidad, la fraternidad y el trabajo por la paz.
No se pueden negar los beneficios de los programas de desarrollo impulsados por instancias internacionales, estatales, regionales o locales; nadie ignora la implicación de muchas asociaciones en aras de los desfavorecidos. Pero no podemos darnos por satisfechos. Se puede hacer más, mejor y con mayor rapidez. A lo realizado desde esos ámbitos, cada uno de nosotros deberíamos añadir una iniciativa personal. Sin querer ser exhaustivo, enumero algunas: ahorrar agua; procurar no contaminarla; cocinar solo la cantidad de alimento que se va a consumir; abstenernos de algún manjar costoso, optando por uno más sencillo, echando el ahorro en la alcancía de los pobres; no desperdiciar alimentos; no sucumbir a caprichos y despilfarros, a banquetes ostentosos que terminan con mucha comida tirada; cuidar la diferenciación en la basura; brindar el producto de nuestras privaciones voluntarias durante la cuaresma y una parte de nuestros ingresos a auxiliar a los menesterosos. Estos gestos manifiestan un corazón generoso. Nacen de personas que no son impermeables a la Palabra de Dios ni cierran los ojos ante las penurias de los hombres. Son obras que complacen al Señor y ponen de relieve que la misericordia no es mera retórica, antes bien promueven efectivamente la construcción del Reino de Dios, nuestro Padre.
Es hora de pasar a la acción. No bastan las declaraciones solemnes contra el hambre y la miseria. Debemos convencernos de que es posible, urgente e imprescindible erradicarlas. Hoy contamos con todos los medios para ponerles fin. Lo que falta es voluntad.
Ojalá que esta cuaresma entrañe para nosotros el inicio de una nueva y pujante etapa en nuestra vida. Que no quede como un mero conato, como un simple suspiro, como tantas otras cuaresmas que significaron solo un buen propósito que luego nunca vimos cumplido. Esta cuaresma es la nuestra, la decisiva. Considerémosla como el primer paso hacia este objetivo tan imperioso como necesario de vencer el hambre y la miseria en el mundo. Lo conseguiremos, Dios mediante, con la colaboración decidida de todos, prescindiendo de evasiones irresponsables, acusaciones estériles o dilaciones nocivas. *Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, FIDA y PMA