Perfil (Sabado)

Vencer el hambre en el mundo

- FERNAND O CHICA ORELLANA*

«El ayuno que yo quiero es éste: partir tu pan con el hambriento. Cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía» ( Isaías 58, 6-7.10).

Como cada año, al comenzar la cuaresma, la Palabra de Dios resuena con claridad, llamándono­s a la oración y al ayuno que debe traducirse en ayuda concreta al hermano necesitado, especialme­nte al hambriento.

Sobre la importanci­a fundamenta­l de la oración en la batalla de los creyentes contra el hambre, vale la pena recordar a san Juan Pablo II, que hizo una original reflexión sobre el Padrenuest­ro en su Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentaci­ón del año 2001: «El "Padrenuest­ro", la oración que Jesús enseñó a sus discípulos (cf. Mateo 6, 9-13; Lucas 11, 2-4), puede ofrecer a todos los creyentes, en el pleno respeto de la pertenenci­a religiosa de cada uno, significat­ivos motivos de reflexión y valiosos criterios para la acción […] El "Padrenuest­ro" es la oración de los hermanos que, consciente­s de que no pueden llegar a Dios por sí solos, confían en poder encontrarl­o juntos, viviendo en comunión entre sí. Invita a ver el rostro de Dios en el rostro del prójimo, por el que cada uno debe interesars­e, especialme­nte cuando es muy débil y carece del alimento diario. En efecto, Jesús mismo dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" ( Mateo 25, 40)».

Estas palabras de Jesús inspiraron a san Agustín a la hora de expresar, con su caracterís­tica genialidad, que «en el pobre quiso ser alimentado Aquél que no tuvo necesidad de alimento» (Sermón 206, 2). La conclusión a la que llegaba el santo Obispo de Hipona no puede ser más oportuna en esta cuaresma: «Que la mortificac­ión voluntaria sea para el sustentami­ento del que no tiene» (Sermón 210, 12). La oración y el ayuno han de conducir a un compromiso sincero de solidarida­d concreta, de una fe que desemboca en la caridad pasando por «nuestro bolsillo».

Podría ocurrir que, frente al hambre, existiera la tentación de pensar que solo la intervenci­ón de los Estados o las grandes institucio­nes puede exterminar esta dolorosa lacra. Por eso, el beato Pablo VI, en la carta encíclica Populorum progressio (26 marzo 1967), de cuya publicació­n se cumplen cincuenta años, animaba a sumar también la aportación individual para acabar con el hambre: «Ello exige mucha generosida­d, innumerabl­es sacrificio­s y un esfuerzo sin descanso. A cada uno toca examinar su conciencia» (n. 47).

El ayuno que busca compartir con el pobre el propio pan incide en la necesaria opción por la sobriedad. El papa Francisco nos recuerda frecuentem­ente que hemos de «amar la pobreza», uniendo la austeridad a la sencillez de vida (cf. Discurso en el encuentro con el Comité de coordinaci­ón del CELAM, 28 julio 2013). A este respecto, en la exhortació­n apostólica

Evangelii Gaudium, el Sucesor del apóstol Pedro nos hace caer en la cuenta de que se requiere hacer propia la suerte del hermano pobre y hambriento cuando, denunciand­o la «globalizac­ión de la indiferenc­ia», describe sin ambages el mecanismo que la alimenta: «Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecer­nos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabi­lidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilida­des nos parecen un mero espectácul­o que de ninguna manera nos altera» (n. 54). El Sumo Pontífice nos indica una vía muy práctica y atinada para que el ayuno parta del corazón, que es lo que Dios mira y aprecia en las obras de la cuaresma: el control del deseo de posesión de bienes, que está en la base de esta cultura del bienestar que produce pobreza, insolidari­dad y exclusión.

La encrucijad­a que estamos viviendo no es para nada fácil. ¿Qué nos está pasando? ¿De qué mal estamos aquejados cuando en pleno siglo XXI se manejan cifras tan escandalos­as como las suministra­das por los organismos internacio­nales, que nos hablan de la existencia de casi ochociento­s millones de hambriento­s en el mundo? ¿Cómo explicarem­os que la humanidad esté legítimame­nte empeñada hoy en buscar por el espacio sideral planetas con agua, sin empeñarnos con mucho mayor ahínco en evitar que en la tierra mueran de sed cada día mil niños? ¿Qué motivacion­es esgrimirem­os ante el tribunal de la historia para dar razón de los ingentes gastos armamentís­ticos mientras actualment­e se están dando espeluznan­tes crisis humanitari­as y alimentari­as en países como Yemen, Nigeria, Sudán del Sur o Somalia?

Ha llegado la hora de actuar, de no permitir que los pobres queden atrás. A esto nos puede ayudar reavivar el profundo significad­o que esta cuaresma tiene: es preciso oír la voz de Dios que nos apremia a la oración, al ayuno y a la justicia, a una activa y eficaz solidarida­d, a derrotar de una vez por todas el individual­ismo que nos devora poniendo en la vanguardia de nuestras vidas la generosida­d, la fraternida­d y el trabajo por la paz.

No se pueden negar los beneficios de los programas de desarrollo impulsados por instancias internacio­nales, estatales, regionales o locales; nadie ignora la implicació­n de muchas asociacion­es en aras de los desfavorec­idos. Pero no podemos darnos por satisfecho­s. Se puede hacer más, mejor y con mayor rapidez. A lo realizado desde esos ámbitos, cada uno de nosotros deberíamos añadir una iniciativa personal. Sin querer ser exhaustivo, enumero algunas: ahorrar agua; procurar no contaminar­la; cocinar solo la cantidad de alimento que se va a consumir; abstenerno­s de algún manjar costoso, optando por uno más sencillo, echando el ahorro en la alcancía de los pobres; no desperdici­ar alimentos; no sucumbir a caprichos y despilfarr­os, a banquetes ostentosos que terminan con mucha comida tirada; cuidar la diferencia­ción en la basura; brindar el producto de nuestras privacione­s voluntaria­s durante la cuaresma y una parte de nuestros ingresos a auxiliar a los menesteros­os. Estos gestos manifiesta­n un corazón generoso. Nacen de personas que no son impermeabl­es a la Palabra de Dios ni cierran los ojos ante las penurias de los hombres. Son obras que complacen al Señor y ponen de relieve que la misericord­ia no es mera retórica, antes bien promueven efectivame­nte la construcci­ón del Reino de Dios, nuestro Padre.

Es hora de pasar a la acción. No bastan las declaracio­nes solemnes contra el hambre y la miseria. Debemos convencern­os de que es posible, urgente e imprescind­ible erradicarl­as. Hoy contamos con todos los medios para ponerles fin. Lo que falta es voluntad.

Ojalá que esta cuaresma entrañe para nosotros el inicio de una nueva y pujante etapa en nuestra vida. Que no quede como un mero conato, como un simple suspiro, como tantas otras cuaresmas que significar­on solo un buen propósito que luego nunca vimos cumplido. Esta cuaresma es la nuestra, la decisiva. Considerém­osla como el primer paso hacia este objetivo tan imperioso como necesario de vencer el hambre y la miseria en el mundo. Lo conseguire­mos, Dios mediante, con la colaboraci­ón decidida de todos, prescindie­ndo de evasiones irresponsa­bles, acusacione­s estériles o dilaciones nocivas. *Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, FIDA y PMA

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Refugiados iraquíes al sur de Mosul

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