El alegre retorno del gran pirata rollinga
Cuando Johnny Depp se calzó por primera vez a Jack Sparrow, allá por 2003, poco imaginaba el mundo que aquella cruza entre los films de bucaneros clásicos y el carisma (y movimientos) de una estrella de rock iban a seguir su vida como franquicia hasta el año 2017. Aquí esta, entonces Piratas del Caribe: La venganza de Salazar, la prueba de la tozudez de Hollywood y, también, de sus mejores (aunque imposibles) instintos.
Lejos de aquello que podía esperarse, el pirata rollinga vuelve pleno. Eso no implica novedad, claro, pero sí implica que en el panorama de película premasticada que sabemos ver jueves a jueves, al menos aquí algo aparece que se parece al cine, o aquello que justifica su vida en una pantalla. Entonces, ¿cuál es la novedad? Simplemente la feliz sensación de que la película quiere ser recuerdo antes que merchandising, de que su comedia física confía en la pantalla antes que en el guiño y de que el carisma de su aventura está estrechamente relacionado con el carisma de Johnny Depp para divertirse con sus propias articulaciones (y su leyenda, sea buena o mala, carne de paparazzi o de una legión de fanáticos).
En este caso, lo saludable es que lo que podría ser genérico, como las imágenes creadas para usar la iconografía pirata como plataforma para algo que sea por igual espectacular y único, aquí parece al menos pensado desde la inventiva. Son pulsiones breves, pero que sí saben proveer algo de encanto y efervescencia a la pantalla: fantasmas que corren por sobre las aguas y navíos que doblan en el momento justo (dándole ritmo a una persecución improbable) son sólo ejemplos de momentos que en el tsunami de supuestas postales espectaculares del cine moderno realmente parecen tener más peso que sus pares. Y, claro, la comedia. El real as en la manga de la saga, que después de algunos intentos más anémicos finalmente aquí logra una forma plena, al confiar en cada personaje que debe decir una frase y disfrutar del hedonismo de su premisa.