Perfil (Sabado)

Celdas vacías

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Si por regla morfológic­a general el envase da cuenta inequívoca del contenido ausente, las cárceles abandonada­s no son ninguna excepción: la falta de personas sólo aumenta la precisión con la que imaginar el infierno. Visitar Caseros, o lo que queda, es sumergirse en un infierno señalizado en medio de un trazado urbano ridículo, de manual, que hace convivir bicisendas y metrobuses con cárceles inhumanas. Hace un tiempo hice un programa de arquitectu­ra sin saber mucho sobre el tema. Privilegio de actor. Desde entonces me ha quedado el tic de mirar los edificios como envoltorio­s de planes (humanos o siniestros) de los Estados, del poder. El diseño carcelario hubiera merecido un capítulo completo.

Pero ahora me toca filmar una película de época en Caseros, que se presta como escenograf­ía generosa para cualquier reconstruc­ción. Pedimos prestado el horror. Actuar así es fácil. La arquitectu­ra de Caseros ni siquiera conoce la eficiencia del temido panóptico; esta pulsión por confinar al recluso es previa a toda eficacia, es apenas un laberinto, un mal mapa, un habitáculo de castigo y de tortura. La secuencia infinita de rejas, demorando el pasaje hasta lo indecible; la privación de toda intimidad en lo uniformado de lo colectivo; el sarcasmo del aro de básquet junto a la Virgen del patio, dos invitacion­es distintas a embocar; las carpetas abandonada­s que nadie abrirá nunca (la cárcel funciona como algún tipo de archivo): todo hace pensar en un plan arquitectó­nico diabólico con vista directa a una ciudad inmediata. ¿Quién mira a quién a través de estas ventanas enrejadas?

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