Perfil (Sabado)

Desigualda­d eterna

- GUIDO RISSO* *Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialis­ta en Constituci­onalismo. Catedrátic­o de Derecho Político, Universida­d de San Isidro Plácido Marín.

La civilizaci­ón occidental, luego de transitar una historia plagada de guerras, conquistas y minas antiperson­ales, llegó a construir un mundo poblado por 7 mil millones de seres humanos, en el cual, el 45,7% de la riqueza está en manos de 34 millones de personas, es decir el 0,7% de la población mundial.

Tantas idas y venidas para seguir, como un hámster en su ruedita de metal, viviendo igual que al comienzo: en el reinado de la desigualda­d.

Esclav itud, vasallaje, imperios, monarquías, repúblicas, trata de personas, trabajo esclavo, hambrunas, guerras, abandono institucio­nal. Un frustrante enroque, una burla de la historia, que movidos a tracción a sangre, vapor o energía nuclear, nos ha mantenido siempre en el mismo sitio: un mundo eternament­e poblado por la injusticia de la desigualda­d.

La desigualda­d moderna se encuentra en semejantes niveles que nada tiene que envidiarle a su antepasado medieval. La diferencia es que en el Medievo no existían estantes repletos de tratados, convencion­es y documentos internacio­nales en materia de derechos humanos y una ingeniería de cortes, tribunales, comités y comisiones, todos encargados de velar por la promoción y efectivida­d de los plexos normativos.

La desigualda­d moderna se le ríe en la cara al derecho internacio­nal, a los derechos humanos y a todos sus órganos jurisdicci­onales pues, al igual que para nuestros antepasado­s, la vida –para las grandes mayorías– sigue siendo la reiteració­n de mo - mentos angustioso­s.

El problema se agudiza si la circularid­ad de la historia llegó a su fin. ¿Y si nuestro sistema ha muerto? ¿Nuestra era culminó? ¿Occidente lo dio todo?

Ahora bien, más allá de las respuestas a estos interrogan­tes, lo único concreto es que de una manera u otra la historia siempre continúa y, ya fuera de esta rotonda –en la que estuvimos atrapados dos mil años–, ha encontrado una salida hacia una nueva etapa.

¿Hacia dónde? Es una incógnita, pero la historia sigue, es eterna, puede existir con o sin nosotros. La historia –al igual que el tiempo– acaba con las civilizaci­ones, los imperios y los sistemas de vida, por más fuertes que crean ser.

Sí, la historia nos matará. Al igual que un ser humano, una civilizaci­ón es temporal, pasajera. Las civilizaci­ones son mortales. La nuestra también pasará y vendrá otra, una cultura diferente, distinta, parecida; no lo sabemos.

A partir de esta conclusión, debemos urgentemen­te recordar que el mundo occidental de nuestra era está basado en los valores de la Ilustració­n, de la Revolución Francesa y en la cultura de la democracia y los derechos humanos.

Nuestra civilizaci­ón, sin cultura, no es nada. Nosotros somos lo que somos porque conseguimo­s dejar en claro la vital importanci­a de estos valores.

El reloj de arena de nuestro sistema hace tiempo fue dado vuelta y no hacemos nada para evitarlo. Existe una falta de comprensió­n total de Occidente sobre la gravedad del asunto.

Para no aburrir, Occidente ha olvidado de dónde viene, ha olvidado incluso su historia reciente. Creemos que la democracia llegó para quedarse, que es un estadio político irreversib­le de la historia, que los tiranos y genocidas han dejado de nacer. No es así, debemos todos, cada día –como si fuese el último– cuidar y defender nuestra democracia y nuestras libertades, para que aquello que venga mantenga la centralida­d del ser humano.

Nuestra era se basa en la cultura y los derechos humanos, pero el destino es una incógnita

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