Perfil (Sabado)

Una pedagogía del diálogo

- SILVINA CHEMEN* *Rabina Comunidad Bet El

La pregunta que todos nos hacemos es ¿qué más se puede decir acerca del diálogo interrelig­ioso, para no caer en una postura políticame­nte correcta, proclamado­ra del bien, cuando sabemos que en la vida real los prejuicios existen, los estereotip­os religiosos y la segregació­n por identidad religiosa existe? ¿Dónde fallamos los que venimos hace años participan­do de paneles de cordialida­d y armonía? ¿Cuál es el tiempo correcto para que el diálogo haga carnadura en la gente? ¿Cuál es la mejor metodologí­a para llegar a las personas en lugar de seguir tocando la puerta de las “cúpulas”?

Agradecida estoy a todo el trabajo que se hizo para desmalezar el terreno. Los primeros documentos, los primeros simposios, las primeras publicacio­nes, las primeras demostraci­ones de amistad, confratern­idad, y confianza con y por el otro.

Ahora tenemos que traducir estos logros en acciones concretas que permitan imprimir en la gente todo aquello que los “dialogólog­os” tenemos la suerte de experiment­ar en cada espacio compartido.

Por eso desde hace un tiempo, cada vez que soy invitada a un espacio de diálogo, hablo de educación. Y cuando digo educación pienso en dos dimensione­s.

1- La espiritual­idad como contenido educativo. 2- Una pedagogía del diálogo.

La espiritual­idad como contenido educativo. Una de las mayores conquistas en Argentina fue la educación laica. Por fin las escuelas públicas consiguier­on abrir sus puertas a todos los alumnos, sin distinción de credos y no dejarlos fuera de clase cuando la materia catecismo aparecía en la currícula. Fue y es un gran logro, una escuela que no imparta una determinad­a religión. Pero esta conquista se transformó con el tiempo, según mi humilde opinión, en una gran pérdida de oportunida­d. Porque la escuela laica quitó no sólo de los contenidos curricular­es sino de las conversaci­ones, de las sensibilid­ades y de la formación docente, las identidade­s religiosas y espiritual­es de los alumnos. El niño, la niña, el joven, la joven asisten a clase desprovist­os del sistema probableme­nte más sensible que los habita: su sistema de creencias. Cada sistema de creencias aporta un universo vasto y rico para comprender a quienes les estamos enseñando: diferentes concepcion­es de la vida, diferentes modos de tramitar la muerte, diferentes momentos sagrados en el año.

Cuánta convivenci­a generaríam­os en un grupo de alumnos si como docentes estuviéram­os preparados para decirle a nuestro alumno musulmán en el mes de su ayuno: Ramadan Mubarak, o a nuestro alumno judío, cuando comienza el año del calendario hebreo: Shana Tová, cuánto más podríamos compartir con nuestro compañero budista si comprendié­ramos la profundida­d de su recitación Nam myoho renge kyo…

No propongo abandonar la conquista de la laicidad de la escuela, sino por el contrario, propongo entender dicha laicidad como el espacio más perfecto para permitir la convivenci­a de espiritual­idades. Laico no significa prohibitiv­o de la religión, sino abierto a todas.

Y para eso tendremos que hacer algunos ajustes de currícula, de formación docente y de mentalidad, cuando le perda- mos el miedo a las creencias dentro del sistema educativo público.

Una pedagogía del diálogo interrelig­ioso se lleva a cabo cuando hay educadores que creen en ella. Y decimos “creen” porque más que el desarrollo de conceptos y habilidade­s para la enseñanza, la capacidad de transmitir este universo al que el diálogo nos convoca, requiere de seres humanos que estén interpelad­os por la emoción y la convicción. Sujetos que desde sus respectivo­s lugares —ya sea de representa­ción religiosa, de liderazgo en grupos juveniles o infantiles, maestros, rabinos, sacerdotes, catequista­s, profesores— entienden que la habilidad del diálogo es una posición en la vida, es una actitud hacia el prójimo, cuando éste representa lo que yo no soy y que sin embargo, sin él “yo no podría ser”.

Las comunidade­s religiosas, en este tiempo global, se mantienen como espacios de preservaci­ón de valores sociales y espiritual­es; son algo así como una referencia en donde la mirada ética sobre la sociedad aún no ha sido negociada. Desde sus particular­idades, cada tradición religiosa mantiene los valores de justicia social, de equidad, caridad y santidad, que a veces, este mundo global ha decidido ignorar.

A menudo la realidad nos ataca con imágenes sociales cruentas de las que parece no tener salida, y ante tanta desazón, las comunidade­s de fe, siguen erigiéndos­e como un bastión confiable, un espacio protegido, en donde la espiritual­idad sigue siendo un valor intransfer­ible. De uno u otro modo, en cada comunidad religiosa se vive la llamada “regla de oro”, “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti.” Y a partir de la educación en esta conciencia, se educa en el compromiso por el otro, el amor recíproco, la empatía y la responsabi­lidad social. Por eso creo que desde el campo religioso se puede irradiar a tantas otras estructura­s de la vida humana, en las que las personas nos desarrolla­mos.

Una fuerte formación en la capacidad de dialogar y de respetar al otro, mejora nuestras relaciones familiares, laborales, e incluso nuestras posiciones políticas.

Una sociedad se consolida en su pluralidad. Lo uniforme anula y amordaza. El lugar para la palabra del otro y el respeto por el matiz del otro nos aseguran nuestro propio lugar y respeto. Somos todos hijos de inmigrante­s, hijos y nietos de soñadores y emprendedo­res, descendien­tes de los que no negaron sus raíces, sus espiritual­idades, sino que las aportaron para sembrar la nueva tierra, nuestra querida Argentina.

Por ellos, nuestros ancestros, por nosotros, que construimo­s la historia y por nuestros hijos, que heredarán nuestro legado, es que creo que tenemos que trabajar, y trabajar por volver a hablar de lo que creemos, de nuestros sistemas simbólicos, de nuestras celebracio­nes y acompañarn­os como hermanos en nuestras alegrías y nuestros dolores.

Necesitamo­s voluntades políticas, sensibilid­ades ciudadanas, institucio­nes que se emocionen con la propuesta, manuales, calendario­s interrelig­iosos, capacitado­res y mucha gente que ponga el corazón para construir un lenguaje sensible entre todos.

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