Perfil (Sabado)

No resignarse al escándalo de la pobreza

El Papa vuelve a denunciar la injusticia social fruto de la avidez y de la explotació­n

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Para la Jornada de los pobres

El Papa Francisco celebrará el próximo 19 de noviembre, 33 º domingo del tiempo ordinario, la primera jornada mundial de los pobres, instituida el año pasado con la carta apostólica «Misericord­ia et misera» para concluir el Jubileo de la misericord­ia. Para esta ocasión, el martes 13 de junio por la mañana se difundió el texto del mensaje papal que publicamos a continuaci­ón.

NO AMEMOS DE PALABRA SINO CON OBRAS 1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3, 18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitid­o hasta nuestros días el mandamient­o de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarn­os. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialme­nte cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3, 16).

Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a correspond­er, a pesar de sus limitacion­es y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericord­iosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericord­ia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericord­ia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitado­s.

2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» ( Sal 34, 7). La Iglesia desde siempre ha comprendid­o la importanci­a de esa invocación. Está muy atestiguad­a ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6, 3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternida­d y solidarida­d que correspond­iese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como

bienaventu­rados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5, 3).

«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» ( Hch 2, 45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupaci­ón de los primeros cristianos. El evangelist­a Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericord­ia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenerno­s en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitado­s. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta» (2, 5-6.1417).

3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado completame­nte este llamamient­o, dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlo­s a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.

Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y dar

limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericord­ia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» ( Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transforma­dor de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.

No pensemos sólo en los pobres como los destinatar­ios de una buena obra de voluntaria­do para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos

La vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternida­d y solidarida­d que correspond­iese a la enseñanza principal del Maestro No pensemos sólo en los pobres como los destinatar­ios de una buena obra de voluntaria­do para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisad­os de buena voluntad para tranquiliz­ar la conciencia

improvisad­os de buena voluntad para tranquiliz­ar la conciencia. Estas experienci­as, aunque son válidas y útiles para sensibiliz­arnos acerca de las necesidade­s de muchos hermanos y de las injusticia­s que a menudo las provocan, deberían introducir­nos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulad­o y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticid­ad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmaci­ón de la comunión sacramenta­l recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéi­s cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístic­o con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo

Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidarida­d

descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» ( Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).

Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarl­os, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidade­s, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.

4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para se

guir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5, 3; Lc 6, 20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotenc­ia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condicione­s para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabi­lidades personales y sociales, a pesar de nuestras limitacion­es, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendid­o (cf. Catecismo de la Iglesia

Católica, nn. 25-45). Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamen­te porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerl­o y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometa­mos a sacarlos de su situación de marginació­n. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidade­s les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.

5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporá­neo para identifica­r de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginació­n, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelam­iento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabeti­smo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideram­os la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferenc­ia generaliza­da.

Hoy en día, desafortun­adamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegia­dos, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotació­n ofensiva de la dignidad humana, escandaliz­a la propagació­n de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espí-

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Viaje apostólico del Papa Francisco a Ecuador, Bolivia y Paraguay en julio de 2015

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