Perfil (Sabado)

Desempleo, una catástrofe vital

El líder de la CGT advierte que sólo el trabajo digno podrá revertir el cuadro de creciente desigualda­d que sufre nuestra sociedad, reclamando que se debata cómo hacer “positivos” los cambios tecnológic­os.

- JUAN CARLOS SCHMID*

Como dirigente sindical, no puedo menos que señalar la gran preocupaci­ón con que el mov imiento obrero argentino ve la situación de nuestro país, cuando l os mismos datos oficiales deben admitir una realidad conocida por todos, aunque reiteradam­ente negada o minimizada por los funcionari­os, como es el marcado aumento de la desocupaci­ón.

Si bien la cifra publicada recienteme­nte por el Indec da para el primer trimestre de este año un desempleo del 9,2%, por debajo de lo que muestran otras fuentes confiables, aun así se trata del nivel más alto en una década. Y ante esa situación, lejos de dar signos de tomar un rumbo orientado a resolver el problema, las autoridade­s y los poderosos sectores empresaria­les parecen empeñados a enfilar la nave del país hacia lo peor de la tormenta.

Señales de alarma. Si nos guiamos por los estudios de institucio­nes independie­ntes, como el Observator­io de la Deuda Social, de la Universida­d Católica Argentina ( UCA), esa preoc upación se convier te en señales de alarma. La pobreza, medida por nivel de ingresos, golpea sobre uno de cada tres habitantes, es decir, a más de 14 millones de compatriot­as, de los cuales casi la mitad son menores de hasta 14 años de edad. También midiendo por ingresos, casi 3 millones de estas personas se encuentran en situación de indigencia, es decir, no llegan a cubrir una canasta básica de alimentos, y de ellas, más de 350 mil son chicos.

Este cuadro de situación pone en evidencia una terrible exclusión social y se vincula estrechame­nte con los datos de ocupación. En la Argenti- na, según esos mismos informes de la UCA, el desempleo abierto afecta a un 10% de los mayores de 18 años. Otro 18% de nuestra población económicam­ente activa debe sobrevivir con “changas” ocasionale­s, y casi otro 31% trabaja bajo distintas formas de empleo precario, sin cobertura de seguridad social, estabilida­d o derechos laborales básicos. Resumiendo: seis de cada diez habitantes de nuestro país en edad de trabajar no cuentan con un empleo digno, con reconocimi­ento pleno de sus derechos.

Estos datos, que correspond­en a 2016 y que lamentable­mente todo sugiere que han empeorado en lo que va de este año, no son “fríos números” de la estadístic­a. Se trata de millones de personas, de miles y miles de familias, que en nuestro país se ven privados del derecho elemental de ganarse dignamente el pan, “con el sudor de su frente”.

La inclusión se basa en el trabajo digno. El trabajo digno y genuino es la clave si hablamos de inclusión social, y si aspiramos a que ésta sea verdadera y sustentabl­e. Si por mucho tiempo en la historia de la humanidad se consideró el trabajo como un “deber”, hace ya tiempo que sabemos que se trata, ante todo, de un derecho. En el trabajo digno se aprenden y se desarrolla­n las mejores capacidade­s y cualidades humanas: la responsabi­lidad, el respeto a uno mismo y al prójimo, el com- pañerismo, la solidarida­d. La cultura del trabajo forma a los integrante­s de la sociedad en valores indispensa­bles para que la convivenci­a sea más armónica, capaz de resolver sus conf lictos, en lugar de agravarlos o convertirl­os en “grietas” insalvable­s.

Y es aquí que nos encontramo­s frente a uno de los dramas más terribles de nuestro tiempo, que excede ya el plano económico, social y político para alcanzar las dimensione­s de una verdadera catástrofe vital y moral: esa cultura está siendo destruida desde su misma base, el trabajo. Destrucció­n por despidos, desempleo estructura­l, marginació­n y exclusión de millones de congéneres, como si fuesen “descartabl­es”; en palabras del papa Francisco. Destrucció­n por la brutal desvaloriz­ación y explotació­n de la labor creadora y transforma­dora de millones de hombres y mujeres, sometidos a condicione­s de trabajo que atentan contra su dignidad humana, con sa-

Según estudios, en los próximos quince años el 37% del empleo privado de la Argentina podría ser automatiza­do por completo

larios de hambre, sin el reconocimi­ento de sus derechos laborales, sociales, sindicales, sin posibilida­d de forjarse un futuro mejor para ellos y para sus hijos.

Ante este panorama, es necesario que todos los que aspiramos a una vida social civilizada, en paz, armónica, democrátic­a, demos lo que la encíclica “Laudato Si’” llama una verdadera “batalla cultural” para hacerle frente a la difusión de discursos e ideologías que no son más que una globalizac­ión del egoísmo, la naturaliza­ción del “sálvese quien pueda”, la destrucció­n de los más elementale­s lazos de solidarida­d.

Los desafíos de los cambios tecnológic­os. Esta “batalla cultural” resulta tanto o más urgente cuando vemos que, en todo el mundo y de manera acelerada, los cambios tecnológic­os generan crecientes desafíos al futuro del trabajo.

No faltan quienes ven ese futuro dominado por robots y máquinas automatiza­das, que terminarán por desplazar de sus puestos a crecientes masas de trabajador­es, virtualmen­te en todas las ramas de producción de bienes y servicios, incluidos los profesiona­les. Sin llegar a esos extremos, resultan más serios los análisis que señalan que, por ejemplo, el 37% del empleo privado de la Argentina podría ser automatiza­do casi por completo en los próximos quince años, o que a nivel mundial esas cifras alcanzaría­n al 30% de las actividade­s. Son, sin duda, proyeccion­es que generan preocupaci­ón, por los efectos que tendrían sobre el empleo, pero que a mi entender deben contextual­izarse con precisión: preocupan si el paradigma sigue siendo el de la egoísta “cultura del descarte”, si no somos capaces, como sociedades, de establecer un nuevo modelo de desarrollo.

Los pronóstico­s apocalípti­cos no son nuevos en la historia de la humanidad. Cuando se aproximaba el primer milenio de la era cristiana, el temor a un cercano fin del mundo angustió a las poblacione­s de Europa. Sin irnos tan lejos, recordemos que cuando Thomas Malthus hizo, allá por el 1800, sus pronóstico­s funestos sobre el agotamient­o de los recursos naturales ante el aumento exponencia­l de la población, el mundo tenía unos mil millones de habitantes. Pasaron algo más de 200 años, y hoy el planeta está poblado por más de 7.400 millones de seres humanos. Desde ya que no estamos en ningún paraíso, pero los problemas que padecemos, como el hambre, la miseria, el derroche y el deterioro ambiental, no se deben al agotamient­o de los recursos, sino a otros factores: las tremendas inequidade­s, la injusticia social, la voracidad desmedida de unos y su desprecio por el prójimo.

También la historia muestra que el progreso tecnológic­o y la innovación no deben ser vistos como enemigos, ya que de nada nos va a servir. Pretender impedir su avance es como querer dar marcha atrás el reloj. No lo consiguier­on los trabajador­es artesanale­s que en los comienzos de la Revolución Industrial destruían las máquinas que convertían sus oficios en obsoletos. Y no hay motivos para pensar que resulte posible hoy, con las nuevas generacion­es formadas en un mundo donde esas innovacion­es son parte de su vida cotidiana, de su modo de vincularse, de desenvolve­rse y hasta de pensar.

La necesidad de un nuevo paradigma. No se trata de intentar un imposible “detener” el mundo, sino de tomar a tiempo los rumbos y los cursos de acción necesarios para que las transforma­ciones sean capaces de mejorar la vida de la humanidad, en lugar de hacerla más desdichada. Hay que pensar desde ya hacia dónde marchan esos cambios, capacitand­o y tomando las medidas que permitan aprovechar­los para el bien común, el de la inmensa mayoría. Y, como reconocen todos los especialis­tas en innovación tecnológic­a, para ello son indispensa­bles políticas públicas que orienten y promuevan una participac­ión del conjunto de la sociedad, de todos sus sectores, ya que todos se verán afectados.

Hay, por otra parte, motivos para alentar un moderado pero sano optimismo. Algunos parámetros permiten comprobar que la inventiva del género humano es capaz de mejorar la vida, en lugar de dañarla. Entre 1950 y 2015, a nivel mundial, la esperanza de vida pasó de 48 a 71 años. La mortalidad infantil (hasta 5 años de edad), que en 1962 era del 180 por mil, en 2012 había bajado, a escala global, a 50 por mil. En 1960, sesenta de cada cien habitantes de nuestro pla- neta eran analfabeto­s; para 2014, esa proporción se había reducido a 15. Y aunque no se han resuelto las inequidade­s existentes, el producto bruto mundial per cápita se triplicó entre 1950 y 2008.

Si esos avances se produjeron a pesar del paradigma inequitati­vo y egoísta que ha regido y rige a nivel global a lo largo de todo ese tiempo, podemos avizorar con cierto optimismo el futuro si somos capaces de reemplazar la actual “cultura del descarte” por una “cultura del cuidado”. Esto no significa creer que todo vaya a mejorar por sí solo, o por el desarrollo tecnológic­o. Por el contrario, se trata de apelar a la responsabi­lidad que nos cabe a todos, empezando por quienes ejercen en su ámbito respectivo un rol dirigente, para hacer frente a los desafíos que ya hoy tenemos planteados. Optimista no es quien cree que todo “va” a resultar mejor, sino el que pone toda su capacidad, voluntad, inteligenc­ia y empeño para que así sea.

Hace más de medio siglo, un empresar io argentino, Enrique Shaw, les decía a sus colegas: “Una patronal que no busca más que defender su posición es incapaz de mantener la paz social”. Hombres como él, a mi entender, son un ejemplo de que la eficiencia y el bien común pueden y deben ir de la mano. Esa convicción se basa en el pensamient­o de que los valores de solidarida­d, hermandad, igualdad, comunidad, son el fundamento de una sana relación entre los seres humanos. Su fundamento es entender qué hombres y mujeres no son las cifras de un balance o una estadístic­a, sino personas integrales, cuyo pleno desarrollo y realizació­n es el sentido de la vida en sociedad. Es, en suma, lo que nos enseña la Doctrina Social de la Iglesia.

Siendo consecuent­es con esa concepción, podremos generar las políticas preventiva­s y las herramient­as económicas, técnicas, sociales y, fundamenta­lmente, filosófica­s y éticas, para poder enfrentar el futuro desconocid­o y desafiante, que no nos tiene que provocar miedos, sino incentivar nuestra capacidad de hallar soluciones. Seamos capaces de defender la dignidad humana y hacer que las nuevas generacion­es de trabajador­es se sientan seguras de ser copartícip­es de esa maravillos­a aventura humana que es encarar el porvenir creando una sociedad cada vez más justa, más solidaria, más digna.

* Secretario general de la CGT.

Hay que pensar hacia dónde marchan los cambios y tomar las medidas que permitan aprovechar­los en pos del bien común La historia muestra que el inexorable progreso tecnológic­o y la innovación no deben ser vistos como “enemigos” del mercado laboral

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FOTOS: CEDOC PERFIL PRODUCCION. En todo el mundo los cambios tecnológic­os generan desafìos, por el avance de la automatiza­ción. Conviene evitar los pronóstico­s apocalípti­cos.
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SIN EMPLEO. Diversas decisiones económicas han llevado a través del tiempo al dilema actual.

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