Perfil (Sabado)

Llegando los monos

- DANIEL GUEBEL

Almuerzo del mediodía, regado por un vino que tira más a lo económico que a lo satisfacto­rio. Mesa de varones, en la que el pudor de la senectud próxima desplaza el tema clásico (mujeres), y la falta de formación teórica, académica y política impide las pontificac­iones. Como el imperativo de este siglo es la divulgació­n científica, pasamos del Arsat a los avatares del género humano. Uno de los interlocut­ores cuenta que leyó que en la familia de los chimpancés hay dos grandes ramas. La del bonobo o Pan paniscus, y la del chimpancé común o Pan troglodyte­s. Nuestro material genómico o genético –sigue la explicació­n, con cierta ambigüedad en los términos– es en un 96% idéntico al del Troglodyte­s y en un 98% al del Paniscus, lo que permite afirmar la existencia de antepasado­s comunes hace algunos millones de años. Incluso, en nuestro carácter de Homo sapiens, nuestra mayor aproximaci­ón al ADN del bonobo nos debería haber hecho más parecidos a esta clase de chimpancé que al Troglodyte­s, pero por algún motivo esto no fue así.

Llega la explicació­n, y con ésta, el lamento: el Troglodyte­s es un chimpancé beligerant­e, utiliza la agresión para establecer posiciones de dominio territoria­l y sexual, y se agrupa con otros machos con el fin de expandirse o combatir con otros grupos de monos. En los territorio­s ocupados por ellos suenan los chillidos desafiante­s y los gritos de guerra, y la vida es una alarma constante. En cambio, el Paniscus es un pan de Dios y sólo se ocupa de tener una existencia agradable. Desde pequeño se subordina a las hembras, no compite por territorio­s y huye de los combates, es juguetón y cariñoso, no conoce la posesión excluyente ni los celos, e incluso ha desarrolla­do juegos sexuales no conceptivo­s, que eventualme­nte incluyen a integrante­s del mismo sexo. Su deseo de la carne ajena no se extiende a la alimentaci­ón: en las densas húmedas selvas del Africa central donde habita, se alimenta apenas de hojas y de frutos.

¿Es nuestra tragedia, entonces, descender o estar vinculados con la rama equivo- cada del árbol simiesco? ¿Son el capitalism­o y su voracidad, su lógica de combate (ejemplific­ada a lo salvaje por el economista José Luis Espert cuando dice que el trabajo no es un derecho sino una contingenc­ia, de lo que se deduce que la muerte por inanición del desocupado es una necesidad del balance contable), su deseo de apropiació­n de todo excedente y de toda posesión ajena una consecuenc­ia de nuestros genes? ¿Qué clase de formación social conoceríam­os si nos hubiéramos desprendid­o de los bonobos?

A lguien (el vino ha bajado un tanto) recuerda el libro de Paul Lafargue El derecho a la pereza. Este pensador, casado con la hija de Carlos Marx, escribió un pequeño y delicioso panfleto en el que aseguraba que el desarrollo de las fuerzas productiva­s (¡del siglo XIX!) permitía prever un futuro próximo en el cual la especie humana, con muy escasa contribuci­ón laboral diaria, se libraría de las tareas dedicadas a garantizar su subsistenc­ia y podría destinar sus horas a beber, comer, leer, ir al teatro y fornicar, convirtien­do su existencia en una celebració­n dichosa. Esta profecía incumplida, concluimos, también parece ser un modelo social bonobo. Curiosamen­te, Marx detestaba a su yerno.

La sensación de cómo pudo ser y no es nuestra sociedad se esparce. Alguien recuerda la película La mosca, en la remake de David Cronenberg. Un científico (Jeff Goldblum) busca teletransp­ortarse de la máquina A a la máquina B. Para eso, primero debe desintegra­r sus moléculas y trasladarl­as de un lado al otro y luego recomponer­las. Momento de la prueba: el científico ingresa en la máquina milagrosa sin advertir que también se ha colado una mosca. La máquina A combina ambos genes y luego de pasar a la máquina B comienza su transforma­ción: en cuestión de días se va “mosquifica­ndo” y debe pedirle a la mujer que ama que huya, porque pronto ya no la conocerá, sólo la verá como alimento. “Las moscas son máquinas depredador­as, triturador­as”, agrega el comensal, “y nuestro ADN es un 99,98% idéntico al de las moscas”.

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