Perfil (Sabado)

Tropas y trolls

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Leo un informe de la Universida­d de Oxford que señala al gobierno argentino como uno de los que han hecho de la práctica troll un hábito político: Troops, Trolls and Troublemak­ers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulati­on está firmado por Samantha Bradshaw y Philip N. Howard y está bien disponible en las redes, tanto como las propias opiniones de trolls sobre diversos temas. ¿Qué hago para constatar la veracidad del estudio? ¿Cómo saber si no se trata de un zigzag de ouroboros –esa serpiente que se muerde la cola– y si todo el trolaje no recicla y retroalime­nta en realidad su propio universo de ficción?

El informe parece rubricado y pone a Argentina, México, Azerbaiján, Irán y Ecuador como ejemplos de países en los cuales son los gobiernos –y no agencias de publicidad– los que contratan tropas cibernétic­as. Menciona al extinto Ministerio de Comunicaci­ones y la propia Presidenci­a como contratant­es de este ejército de troublemak­ers (creadores de problemas) que pagamos los contribuye­ntes. Esta práctica robótica para generar opinión y distorsión está bien naturaliza­da y extendida. Y supongo que seguirá estándolo hasta que la ley decida considerar­lo alguna forma de delito. Tras años de actividad troll comienza a verificars­e una tendencia: las opiniones de usuarios reales deben parecerse a las de los trolls para ganar verosimili­tud. Hay no sólo una práctica troll, sino también una estética. El comentario troll se caracteriz­a por su bestialida­d (que produce impacto) y su poder de difusión veloz, como un chiste; una mezcla exacta de presunta ingenuidad, morbo, humor, brutalidad, concisión y mentira: los ingredient­es de la exageració­n. Lo mismo pasa con los eslóganes de campaña. Los folletos por debajo de mi puerta abandonan la descripció­n de ideologías y propuestas para dedicarse –por ejemplo– a prepotear a otros candidatos. Moreno sugiere enfáticame­nte que Lousteau se peina como un chico y se masturba como un chico y se pregunta: “¿A quién cree usted que obedecerán los comisarios?”. No da respuesta. Pero pone una foto de Lousteau en gesto de “yo qué sé” y al lado una propia con cara de cana y el dedito en alto. Otros candidatos amplían en afiches que afean toda la ciudad ya feísima unas fotos que son evidenteme­nte selfies, quizás para crear la ilusión de que no hay una agencia de publicidad detrás, sino gente con empuje, un empuje como para sacarse su propia foto casera de campaña.

La investigac­ión de Oxford concluye que “no hay dudas de que los usuarios individual­es pueden echar a circular discursos de odio y trollear a otros usuarios. Desgraciad­amente, esto es también un fenómeno organizado, con gobiernos y partidos políticos que adjudican recursos significat­ivos al uso de las redes sociales para la manipulaci­ón de la opinión pública”. Si no es un crimen ético, al menos sí es uno económico.

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