Un director que, tras renunciar a Marvel, surge como triunfador
Título original: Baby Driver Dirección y guión: Edgar Wright Intérpretes: Ansel Elgort y Jon Hamm Origen: Estados Unidos, Reino Unido (2017) Edgar Wright es la mezcla perfecta entre Quentin Tarantino, con menos filo, y un geek pura cepa, de esos que lo eran antes de que fuera moda o versión barata de la erudición moderna descartable. Destilada, batida pero revuelta, ese punto medio ha sido superficialmente la mejor forma de procesar cómo juega el inglés con los géneros sabiendo qué cosquillas necesita él mismo (así sean los zombies de Muertos de risa, Scott Pilgrim vs. The World o la película de colegas que no se bancan como Arma letal). Así se ha convertido en una excepción: alguien con ambiciones y necesidades industriales a la hora de contar, pero que ni siendo tamaño hormiga ha logrado llevarse bien con Hollywood ( Ant-Man, donde figura como guionista, era su proyecto y finalmente renunció, hastiado por el control obsesivo de Marvel sobre el film). En ese sentido, Wright ya deja de ser cinefilia menos mercuriana, a lo Tarantino, y se convierte en un real problema: ¿dónde van las películas que quieren ser cancheras pero no ATP y que confían en tics reconocibles (banda de sonido cool, referencias, canchereadas, actores gigantes) pero al mismo tiempo en géneros que hoy parecen linajes perdidos (zombies en el cine, comedias adolescentes hiperbólicas, sci-fi ebrio y cuarentón)?
Por suerte, Baby: El aprendiz del crimen, un sueño húmedo melómano de Wright, f ina lmente ex iste, y es la respuesta: Wright crea una de bancos y robos, que suena invencible (por ser personal en su banda de sonido, a diferencia de la Aspen
Guardianes de la galaxia) y que se ve de lujo (desde sus protagonistas, Ansel Egort, Lily James y Jon Hamm hasta un relajado Kevin Spacey). Wright cumplió su sueño y el cine, feliz, baila a la velocidad de su felicidad. Y es una fiesta.