Perfil (Sabado)

Fin de una historia mínima, relato de la memoria orgullosa de un pequeño gran periódico valiente

- ANDREW GRAHAM-

Atrajo un aluvión de condolenci­as. El fin del Buenos Aires Herald fue previsible desde que sus dueños nor teamerican­os se lo regalaron al patriota Sergio Szpolsk i en diciembre de 2007. La muerte del diario estaba anunciada luego de cumplir 140 años el pasado 15 de septiembre. ¡Ay… Cómo duele! El salvajismo de la dictadura cívico-militar le facilitó una vidriera de fama, pero el Herald fue mucho más que los siete años de ese régimen infame.

El Herald fue una variedad de cosas para poca gente, pero ese grupo lector, más argentinos de habla inglesa que extranjero­s, siempre influyó. En el paso de casi un siglo y medio fue muchas cosas para mucha gente. A poco de su fundación en 1876 por un escocés, el editor decidió que un periódico en inglés debía publicar artículos políticos. Localmente estaba mal visto. Durante la primera presidenci­a de Juan Perón (1946-1952) se publicaba la informació­n que podía caerle mal al Gobierno en pequeños recuadros en las columnas sociales o en los clasificad­os o, con más frecuencia, entre los avisos marítimos. La publicidad de agencias marítimas salvó económicam­ente al diario en aquellos tiempos. El golpe fascista de junio del 43 ya había decretado, el 4 de septiembre, que los comentario­s editoriale­s en inglés debían ser acompañado­s por la traducción al castellano. Igual, se publicaba lo que otros colegas no pudieron reproducir. Eso no empezó con la última dictadura.

Como en cualquier redacción, el anecdotari­o del Herald era interminab­le. No era sólo política. Los marineros con resacas monumental­es, abandonado­s en tierra hasta enganchar en otro barco, venían a pedir trabajo al Herald luego de una noche de amor en los piringundi­nes de la calle 25 de Mayo. Fuimos testigos de casamiento­s, también de tragedias denunciada­s en la Comisaría 1ª a la vuelta. Las trasnochad­as con colegas en los bares del centro servían para destilar la informació­n del rumor.

Los “setenta” empezaron en los sesenta para el Herald, en el Cordobazo y el Rosariazo, en los asesinatos de los gremialist­as José Alonso y Augusto Timoteo Vandor, en tratar de saber quién asesinó al general Pedro Eugenio Aramburu. Cada informe era “levantado” por las correspons­alías extranjera­s. Citaban al Herald y localmente fuimos el “diario inglés”. Pero el diario nunca fue británico, siempre fue de propiedad “angloargen­tina residente”, hasta la compra de la mayoría de acciones por la Evening Post Publishing Company, de Charleston, Carolina del Sur, en 1968.

En 1974 decidimos llevar una lista de los “desapareci­dos” y muer tos políticos y también detenidos. Algo andaba seriamente mal en el país para que la agencia Reuter-Latín rechazara como “no importante” el dato de la detención del poeta y abogado jujeño Andrés Fidalgo. En 1975, año del horror previo al terror, cada día comparába mos “la l ista” con Stuart Russell, jefe de redacción de la agencia Reuter. Era una tarea funeraria. Algunos dirán que había otras listas, pero cotejando lo que compilamos no hay otra fuera del Herald. A medida que aumentaba la matanza, el director, Robert Cox, revisaba la informació­n entrante con cada vez más ansiedad. ¿Cómo cubrir todo eso? La verdad: nunca hicimos suficiente. Nos faltó peso y nos faltó la ayuda, faltó el apoyo de colegas. Aun así, se hizo un buen diario. Estamos orgullosos.

Poco después del 24 de marzo de 1976 fui llamado a la oficina del capitán Carpintero, secretario de Informació­n P ública. Recibí un papelito, sin membrete, sin firma, propio de la cobardía de esos militares en el poder. Decía que no debíamos publicar informació­n de muertos ni capturados en la represión. El capitán Corti, en la oficina de Carpintero, dijo, “Llevale ese papel a tu jefe (Cox) y le dicen a todos que no pueden publicar estas cosas”. Le dije a Cox que Corti había dicho “decile a todos”. Cox miró el papelito durante una hora, y me repreguntó si estaba se- guro de que Corti dijo “decile a todos”. Pasaba la medianoche. Con una copa de cognac en la mesa Cox preguntó por última vez, “¿te dijo, todos?”. Sí. “Vamos”. La informació­n salió en ancho de caja en la portada del sábado. A Cox le dijeron que querían cerrar el Herald pero se pelearon entre ellos. A comienzos de mayo de 1976, “desapareci­ó” el gran escritor Haroldo Conti. Interesant­e fue que ninguna otra publicació­n dio la noticia. La noche argentina era cada vez más oscura. El 4 de julio de 1976, Cox fue a cubrir el asesinato de los curas pasionista­s. La mención del grafiti que confirmaba una venganza del régimen enfureció a los jerarcas navales. En septiembre, el capitán Carpintero nos invitó, a Cox y a mí, a almorzar en Casa de Gobierno: Old Smuggler, Vasco Viejo, pollo al horno con papas. En medio de uno de esos silencios desagradab­les que ocurren cuando hablan varias personas y de repente callan el capitán Carpintero me dijo: “Dejate de joder porque te la damos”. Para mí fue el fin. Me iba y sentía que no había hecho suficiente. Para Cox, los tres años siguientes fueron un infierno.

Finis.

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CEDOC PERFIL IMPRENTA. El hecho de ser un medio pequeño, escrito en inglés, permitió que informe siempre, pese a la censura de los dictadores.
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CEDOC PERFIL
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REPERCUSIO­N. Yooll, editoriali­sta. Robert Cox con Bill Clinton,

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