Una historia de refugiados que se convierte en la mejor comedia
Una película sobre los refugiados sirios en Finlandia era un tema improbable para Aki Kaurismäki, director finlandés cinturón negro en comedias con filo y que usan lo cotidiano con sinceridad y plenitud de ideas. Kaurismäki ha logrado convertir la comedia seca en un foco de resistencia frente al almidón pop y lleno de hipervínculos o de sentimentalismos de autoayuda que definen al género hoy. Aun así, el peso de un refugiado y sus links al mundo y su actualidad parecía podía torcer el rumbo. Entonces, por suer te, A ki Kaurismäki muestra que sabe tanto por diablo, por lúcido, por maquiavélicamente invencible a la hora del ab- surdo. Y por lograr desgranar el cotidiano de forma desfachatada. Así es como su nuevo film es una bendición concreta, fácil de identificar y que nuestra cartelera debería abrazar con fuerza. Kaurismäki es un experto en existir en una pantalla, como autor, negando por completo todo lo que el cine hace pero no lo que el mundo genera como realidad y esquirla. Aquí un refugiado sirio es el punto de partida para la respuesta más lúcida que el cine le dio al costumbrismo mezquino. Desde esa actitud, y ese nervio tan necesario, Aki Kaurismäki realmente muestra todo lo que creemos que ya no puede hacer una comedia: es humanista sin apelar a la identificación, es enloquecida sin apelar a una idea frenética o caricaturesca del mundo (o de la velocidad, o de las instituciones) y sabe que en cualquier ser humano –por perdido que parezca en sus planos gigantes– hay una historia posible. Sus dramas inmensos no precisan tics y liftings del guión o de la puesta en escena. Es más, su tan noble idea de cine lo hace sin dudas el director más peligroso del mundo: uno que cree antes que nada en el sentimiento que el cine puede respirar lejos de solemnidades.