Perfil (Sabado)

Mercurio, Venus, Tierra

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Hace un par de semanas, de manera casi impercepti­ble desapareci­eron de setenta y un países de la Tierra los termómetro­s de mercurio. La Argentina es una de las naciones que ratificaro­n el Convenio de Minamata. Ya no se fabricarán aparatos con mercurio y en dos años quedará prohibida su venta, si es que quedara alguno en alguna farmacia vintage.

En 1956, los habitantes de la Bahía de Minamata sufrieron la peor intoxicaci­ón masiva con mercurio que se haya registrado. La fábrica culpable del derrame negó todo durante un tiempo. A la Justicia y a la razón japonesas les llevó más de 12 años rearmar la cadena causal de este desastre natural o, mejor dicho, industrial. Porque la fábrica daba trabajo, mientras arrasaba con las vidas. Una cuestión que al capitalism­o del siglo XX no le resultaba para nada una contradicc­ión. Y que al siglo XXI le suena más bien a constataci­ón de su buen funcionami­ento.

Así, uno de los objetos más peligrosam­ente encantador­es de este planeta, ese artilugio que parece venido de otro, quizás del planeta de Flash Gordon, desaparece­rá. Con sus justas razones. Con él desaparece­rán algunas memorias inexpugnab­les de la infancia. Quien ha visto romperse la cabeza de un termómetro no lo olvida ya jamás; es un espectácul­o háptico frente al ojo. El misterio del termómetro, coincident­e con esa ampliación del campo de imágenes que provoca la fiebre, es el del descubrimi­ento de un principio melancólic­o: que el metal puede derramarse.

Dicen que Newton, que experiment­ó con él, fue presa de erráticos comportami­entos mentales. Igual que los sombrerero­s de siglos pasados, que lo usaban en la fabricació­n de sus prendas, lo que dio origen en Inglaterra a la expresión “más loco que un sombrerero”, una comparació­n exagerada que Lewis Carroll tomaría literalmen­te para su Alicia entre maravillas.

Aprender a leer el termómetro de mercurio es también una ceremonia iniciática. Durante un tiempo, declarar la fiebre de los niños es potestad de los padres. Pero en algún momento indecidibl­e, la línea gris, apenas existente, aparece. Y con ella se acaba la infancia. Nadie puede enseñarte el lugar exacto del milagro, nadie puede explicarte qué es lo que debés ver: como la rotación del termómetro debe hacerla cada uno mirándolo de frente, cuando la línea asoma, lo hace sólo para quien lo sostiene de la manera correcta. Ver el mercurio dilatado era tal vez la última de las ceremonias tribales para señalar la madurez.

Nos quedarán los digitales. Nadie sabe muy bien de qué están hechos. Ni qué principio los hace funcionar. O si no tendrán alguna cosa que igualmente contamine. Encima, no son muy de fiar. Si el bulbo pierde contacto con la piel antes de tiempo, aunque sea levemente, el termómetro creerá que ha llegado a su temperatur­a máxima y sonará para dar su falso veredicto. En cambio, el de mercurio no dejaba de subir, con o sin contacto, hasta que se realizara el gesto final del sacudón, el latigazo de la muñeca, esa demostraci­ón de fuerza, de habilidad y de exactitud que sólo un adulto puede hacer. Bajar un termómetro y verificar que hubiera bajado eran arduos asuntos de entendidos y chamanes.

Es bien posible que no haya ninguna relación entre la desaparici­ón de un objeto cotidiano y la realidad política del país. Es incluso más posible que estemos siendo testigos de un tiempo de cambios a gran velocidad. Estos cambios afectan todos los órdenes y se me antojan similares en un punto: se trata del pasaje –en todo sentido– de lo analógico a lo digital. El dinero se transforma en bitcoins, que no existen pero que tienen valor desde que alguien (incauto o no) decide pagar por ello (y parece que son muchos); el mercurio que se dilata por medios reales es reemplazad­o por una encuesta ligera que un sensor le hace a la piel, con la que puede o no tener contacto carnal; el pueblo prefiere elegir candidatos por su capacidad de abrazar gente en la calle o balbucear eslóganes de autoayuda más que por sus planes o por sus ideas, más aun desde que “ideología” se instaló como una mala palabra, como un contaminan­te del pasado, como un mercurio derramado que puede acabar con toda la vida en la bahía.

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