Costumbre no es fidelidad
El mayor obstáculo que se interpone a la conversión que el Papa Francisco quiere que cumpla la Iglesia está constituido, de alguna manera, por la actitud de buena parte del clero, del alto y del bajo clero. Actitud, en ocasiones, de cerrazón o incluso hostilidad. Como los discípulos en el Monte de los olivos, una vez más sus discípulos duermen. El hecho es desconcertante. Por esta razón hay que examinar a fondo el fenómeno, en sus causas y en sus modalidades. El clero arrastra tras de sí a la comunidad, que sin embargo debería ser acompañada en este extraordinario momento. Gran parte de los fieles ha comprendido, no obstante todo, el momento favorable, el kairós, que el Señor está donando a su comunidad. Gran parte de los fieles está de celebración. No obstante esa franja más cercana a los pastores poco iluminados sigue siendo mantenida dentro de un horizonte viejo, el horizonte de las prácticas habituales, del lenguaje pasado de moda, del pensamiento repetitivo y sin vitalidad. En el fondo, el Sinedrio es siempre fiel a sí mismo, rico de devoto obsequio al pasado confundido por fidelidad a la tradición, pobre de profecía. ¿Cuáles son las razones de todo ello?
En el primer lugar de la lista, probablemente, es necesario colocar el nivel cultural modesto de parte del clero, tanto en alto como en bajo. No podemos generalizar y, por tanto no encontramos dificultad alguna para admitir que hay muchas excepciones en este estado de cosas, por suerte. En muchos presbíteros, desgraciadamente, la cultura teológica es escasa y aún menor la preparación bíblica. La causa de este deplorable estado de cosas es fácilmente distinguible. Cuando un curso de estudios de nivel universitario, por poner un ejemplo, no deja al estudiante ganas de pensar, de seguir estudiando, de ejercitar un mínimo de sentido crítico, quiere decir que ha fracasado su misión. La orientación de gran parte de los seminarios no favorece que se forme una mentalidad de trabajo y de esfuerzo. Los años de preparación al presbiterado deberían alimentar la conciencia respecto a la necesidad del ministerio como un auténtico y verdadero trabajo. Como cada persona, también el sacerdote trabaja para ganarse el pan.
Se podrá objetar que a menudo los sacerdotes están sobrecargados con muchas tareas. Esto corresponde a la verdad. Pero si las muchas tareas impiden al sacerdote desarrollar la misión que le caracteriza hay que hacerse alguna pregunta. ¿Quizás pesa sobre el sacerdote una imagen que viene del pasado y que ya no es sostenible? Nos referimos a una imagen heredada en la cual el sacerdote era visto como el jefe y dueño de la comunidad y que en virtud de su condición de celibato, era compensado con un rol de responsabilidad individual totalizadora. Una especie de «protagonista» solidario. Los organismos sinodales funcionaban y funcionan poco y mal. Dentro de este esquema se pensaba que la vitalidad de una comunidad pasase del sacerdote a los fieles, constantemente conserva- dos en un rol pasivo. Todo ello hoy ya no es aceptable.
Hay todavía un factor más grave que impide a cuantos llevan el don del sacerdocio ministerial interceptar las preguntas que llegan de la historia y recibir con alegría y entusiasmo las invitaciones a cambiar. Es un factor cuyo peso es difícilmente cuantificable, una especie de jaula paralizadora. Podemos definirlo, sustancialmente, como la modalidad de concebir la experiencia religiosa en términos viejos, los madurados y consolidados a lo largo del periodo de la Contrarreforma. Modalidad que se compone de la teología, espiritualidad y práctica.
Una teología, en primer lugar, sin los recursos de la Palabra, sin alma, que ha transformado la apasionante y misteriosa aventura del creer en religión. Fe y religión: en la imaginación común son casi sinónimos. En realidad, son experiencias profundamente diversas. La religión nace del miedo y de la necesidad del hombre, que empujado por este doble factor, se pone en camino en busca de una mano a la cual agarrarse. Va en busca de una ayuda que, a menudo, construye en parte también según sus necesidades. Es una experiencia bonita, ciertamente, que se alimenta de la conciencia del misterio, que cada hombre lleva consigo.
Tiene, sin embargo este gran límite: el Dios de la religión es, en su mayor parte, una proyección del hombre, de su mente, de sus miedos, de sus necesidades. Es un dios hipotético. La fe tiene un origen completamente distinto. Es acoger un evento humanamente impensable. En la experiencia de la fe no está en primer lugar el hombre que va hacia Dios, sino lo opuesto. Dios se hace previsible ante un hombre que es enviado para recibirlo. La fe es vaciar del hombre y llenar de Dios: en ello el hombre encuentra su completa dignidad. Debemos admitirlo: todos estamos profundamente vinculados a la religión. Todos, nadie excluido.
Es más, la necesidad religiosa nos acompañará hasta el final de nuestra vida. No nos abandonará nunca. Tendremos siempre el instinto de buscar esa misteriosa mano sobre la cual apoyar nuestros vértigos existenciales, así que no hay que subestimar la religión, sino que debemos rebatir con fuerza que la fe es otra cosa. Cuando el sacerdote está demasiado marcado por una mentalidad religiosa y poco por la transparente fe, es entonces cuando todo se vuelve más complicado, ya que corre el riesgo de convertirse en víctima de las muchas cosas inventadas por el hombre sobre Dios y sobre su voluntad. Cuando es el hombre quien habla de Dios, lo hace como hombre, imaginando, suponiendo y en ocasiones sustituyéndose a Él. Aquel que es totalmente otra cosa, no soporta ser encerrado en esquemas angostos, típicos de la mente humana. «A Dios nadie le ha visto jamás» ( Juan 1, 18), de Él sabemos solo lo que el Hijo ha querido revelar. Dios es amor: esto es todo. Amor como don de sí. Así Él corrige, de manera tajante, las mil involuciones que solemos hacer cumplir al amor. *Sacerdote y biblista