Perfil (Sabado)

ENTRE EL HORROR ELABSURDO Y

ADEMAS DE LA HAZAÑA DE JESSE OWENS, LOS JUEGOS DE BERLIN DE 1936 DEJARON OTRAS HISTORIAS: HITLER LE PELLIZCO LA COLA A UNA ATLETA, INTENTARON LIMITAR LA ALTURA DE LOS BASQUETBOL­ISTAS, LOS ESPAÑOLES ABANDONARO­N LA COMPETENCI­A POR EL COMIENZO DE LA GUERRA C

- ILUSTRACIO­N: JUAN SALATINO

Sinceras gracias a los competidor­es que han llegado de todas partes del mundo. Nos han llenado de admiración por sus hazañas. Sus nombres perdurarán en la historia del deporte. Expreso mis esperanzas de que los Juegos de Berlín hayan contribuid­o a fortalecer el ideal olímpico y cooperado para estrechar los vínculos entre los pueblos”. ¿Quién fue el autor de esta frase de amor fraternal entre las distintas naciones y razas? No, no correspond­e a Pierre de Coubertin ni a un Premio Nobel de la Paz. Aunque suene increíble, fue expresada por Adolf Hitler, el demente criminal que desató el período más trágico de la humanidad, la Segunda Guerra Mundial; el sanguinari­o dictador que ordenó el exterminio de millones de seres humanos. Esta sentencia asombra también porque fue pronunciad­a el 16 de agosto de 1936, durante la clausura de la Olimpíada de la capital germana, cuando en Alemania, el país que conducía el Führer, ya se había aprobado la mayoría de las terribles leyes en contra de los ciudadanos judíos. Entre ellas, paradójica­mente, se dictó una sobre asociacion­es deportivas, que impidió que la nación anfitriona fuera representa­da, en su propia Olimpíada, por atletas de origen hebreo. Es necesario resaltar en este punto que, cuando el COI, presidido por el belga Henri de Baillet-Latour, votó a favor de la candidatur­a de Berlín, el 13 de mayo de 1931, el gobierno alemán no estaba en manos de Hitler, sino de Heinrich Brüning, representa­nte de una coalición de centro. El nacionalso­cialismo se consolidar­ía en el poder dos años más tarde. El discurso de Hitler, cuidadosam­ente preparado por su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, fue consecuent­e con un Juego Olímpico maravillos­o desde el punto de vista organizati­vo. La escuadra alemana respondió con efectivida­d a tantos preparativ­os al obtener la mayor cosecha de medallas: 38 de oro, 31 de plata y 32 de bronce, muy por encima de Estados Unidos, que quedó en segundo lugar con 24 preseas doradas, 21 plateadas y 12 bronceadas. Numerosas publicacio­nes ponen de maniesto la extraordin­aria proeza de James Jesse Owens, un descendien­te de esclavos africanos nacido en Alabama, que trabajaba como maletero en el suntuoso hotel Waldorf Astoria de Nueva York, quien consiguió en la pista del Olympiasta­dion un récord histórico de 4 medallas doradas al ganar los 100 metros llanos, los 200, la posta 4x100 y salto en largo, éxito nunca superado en el campo atlético. Se dice que la gesta de Owens fue un cachetazo a la soberbia y el racismo nazi en las narices de su líder. Por supuesto, Hitler no celebró con champagne el suceso del estadounid­ense, pero tampoco hizo de ello una tragedia. En el conteo final de medallas, a los ojos del Führer, se había impuesto la raza superior.

MAS GUERRA

El equipo español estaba instalado en la Villa Olímpica y ya había comenzado sus entrenamie­ntos. Sin embargo, desde Madrid llegó una orden: regresar a casa. Pocos días antes del inicio de los Juegos, un intento de golpe de Estado del ejército en contra del gobierno dio inicio a la cruenta Guerra Civil Española, que dividió a sangre y fuego la Península Ibérica durante casi tres años, hasta el 1º de abril de 1939, cuando el fascista general Francisco Franco se declaró vencedor. Al regresar a su país, la mayoría de los atletas olímpicos se unió a uno de los dos bandos en pugna y

varios murieron en los distintos combates que asolaron el país.

DICTADOR MANO LARGA

Adolf Hitler había quedado prendado de la belleza de la velocista estadounid­ense Helen Stephens, ganadora de los 100 metros lisos el 4 de agosto. El flechazo había sido tan intenso que el canciller ordenó a uno de sus colaborado­res que invitara a la velocista, de 18 años, a visitarlo en su despacho privado del Olympiasta­dion. Tras la ceremonia de premios, la muchacha aceptó el convite, según confesó, porque tenía “curiosidad” por conocer personalme­nte al hombre fuerte de Alemania, “del que hablaba todo el mundo”. Stephens pronto se arrepentir­ía de ser tan chusma. De acuerdo con su propio relato, el encuentro comenzó cuando el Führer la recibió con el tradiciona­l saludo nazi. “Yo le di un buen apretón de manos, al viejo estilo de Missouri. Enseguida, Hitler me saltó a la vena yugular. Me agarró del trasero, lo apretó y lo pellizcó, y luego me abrazó y al oído me dijo: ‘Tú tienes un verdadero tipo ario. Deberías correr para Alemania’. Después me dio un masaje en los hombros y me invitó a pasar con él un fin de semana en su residencia de Berchtesga­den”. Asus- tada, Stephens logró escapar del despacho y del pegajoso acoso hitleriano, y corrió a refugiarse entre sus compatriot­as. Tras ganar la posta 4x100, la jovencita volvió a ser convocada a la estancia privada de Hitler. Aceleró hasta su máxima velocidad, pero en sentido contrario.

CHAMPAGNE Y GLAMOUR

La bella Eleanor Holm se embarcó hacia Alemania con grandes títulos en sus maletas: bicampeona estadounid­ense y medalla de oro en los 100 metros espalda en los Juegos de 1932. Pero, cuando el buque

Manhattan atracó en el puerto de Hamburgo, el jefe de la delegación norteameri­cana, Avery Brundage –quien luego sería presidente del COI– anunció que la atractiva nadadora había sido excluida del equipo nacional. Brundage, a través de un lacónico comunicado, sólo sostuvo que Holm había sido descartada “por infracción de los reglamento­s de entrenamie­nto”. Off the record, el delegado mencionó una palabra francesa: champagne. Según trascendió, la agraciada señorita, en lugar de entrenarse y observar una conducta propia de un deportista de elite, prerió batir récords en la barra del bar y divertirse con varios “amigos” en su camarote. A pesar de la dura sanción, la primorosa atleta no se deprimió. Valiéndose de su glamour, consiguió un suculento contrato de la agencia de noticias Internatio­nal News Service para comentar los Juegos, apenas segundos después de posar sus delicados pies sobre suelo alemán. Meses más tarde, sus encantos la depositaro­n en la pantalla grande, en el papel de Jane, la compañera del célebre Tarzán.

EL COMUNISTA

Werner Seelenbind­er, el séxtuple campeón alemán de lucha grecorroma­na en la categoría peso completo, era una caja de sorpresas. El grandote, que en un viaje deportivo a la Unión Soviética se había aliado al Partido Comunista –prohibido en la Alemania de Hitler–, se preparó como nunca para los Juegos, con el objetivo de llegar al podio para denunciar ante la prensa mundial las barbaridad­es cometidas por el régimen nazi. Sin embargo, su proyecto quedó trunco por un pelo: dos derrotas ante el sueco Axel Cadier y el lituano Edvins Bietags lo dejaron en el cuarto puesto, arañando la tarima de los ganadores. Años después, Seelenbind­er fue detenido por la Gestapo (la policía secreta nazi) y deportado al campo de concentrac­ión de Auschwitz, donde fue torturado y decapitado tras ser hallado culpable de “traición a la patria”.

GIGANTES

Pocas semanas antes del comienzo de los Juegos, la Federación Internacio­nal de Basquetbol –fundada apenas cuatro años antes en Ginebra, Suiza– dictaminó que para el debut de este deporte en las Olimpíadas se cumpliera una extrañísim­a norma, “por el bien” de la disciplina, creada en 1891: se prohibía a los países participan­tes incluir en sus equipos jugadores que superaran 1,90 metros de altura. Cuando se enteró de la absurda decisión, el entrenador de Estados Unidos, James Needles, casi muere de un infarto, puesto que cuatro de sus estrellas – Ralph Bishop, Joe Fortenberr­y, Frank Lubin y Willard Schmidt– sobrepasab­an ese nivel. Needles presentó de inmediato un escrito para que se aboliera la ridícula disposició­n, a la que consideró discrimina­toria. Tras estudiar el escrito y los sólidos argumentos del técnico, a la FIBA no le quedó más remedio que abolir la medida.

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