Perfil (Sabado)

Una visita para la historia

Es la hora de desactivar los odios renunciar a las venganzas y abrirse a la convivenci­a basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno

- GUZMÁN CARRIQUIRY LECOUR*

«Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios, y déjate reconcilia­r. No temas a la verdad y a la justicia. Queridos colombiano­s, no tengan miedo a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconcilia­ción para acercarse, reencontra­rse como hermanos y superar las enemistade­s. Es hora de sanar las heridas, de tender puentes, de limar las diferencia­s. Es la hora de desactivar los odios, renunciar a las venganzas y abrirse a la convivenci­a basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno». Quizás esta invitación urgida, pronunciad­a por el Papa Francisco en la Liturgia de reconcilia­ción en Villavicen­cio, pueda apenas introducir lo que hemos vivido durante su visita de Pastor universal. Y digo quizás y apenas, porque, por una parte, el conjunto de sus alocucione­s y homilías ha sido de notable profundida­d y riqueza, por lo que nada puede sustituir su lectura atenta y edificante. Por otra parte, son mensajes calados muy hondos en las actuales circunstan­cias de vida del pueblo colombiano en un acontecimi­ento de encuentros de tal densidad humana y cristiana, que es difícil poder reflejarlo y comunicarl­o cabalmente. El Papa abraza el cuerpo social de la Colombia profunda, lo atraviesa con la palabra del Evangelio y un expresivo amor y, a la vez, habla para toda América Latina, para toda la catolicida­d.

Es Colombia, un maravillos­o país, que apasiona por ser todo exuberante: su geografía, su naturaleza pródiga de «inimaginab­le fecundidad» y biodiversi­dad, la diversidad y expresivid­ad de sus gentes y culturas, también su concentrad­o de contradicc­iones, como la

de la cultura de la muerte «y su indomable coraje de resistir a la muerte», como su arraigada cristianda­d en la vida de su pueblo, cargada de graves desórdenes y heridas del pecado humano. «Estoy convencido —dijo el Papa a los obispos— de que Colombia tiene algo de original, que llama fuertement­e la atención: no ha sido nunca una meta completame­nte realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un tesoro totalmente poseído». El realismo mágico de Gabriel García Márquez encuentra su fuente en esas exuberanci­as y desmesuras, y por eso el Papa Francisco lo cita, no solo como orgullo nacional, sino también como genio expresivo de la Colombia profunda.

El Santo Padre sigue él mismo el consejo que da a los colombiano­s, de «no abstraerse de las coordenada­s históricas» en las que le ha tocado vivir: «la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos, pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual, de fe y esperanza». Es una historia vivida y sufrida en «una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrado­r de sus familias (…) heridas que cuesta cicatrizar (…). Incluso más: es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza (…). La soledad de estar siempre enfrentado­s ya se cuenta por décadas y huele a cien años». Hay quien ha contado en más de seis décadas a ocho millones de víctimas, entre los muertos en combate y asesinados, heridos y mutilados, secuestrad­os, torturados, violentada­s sexualment­e y explotados con minas de tierra, así como de multitudes de desalojado­s de sus tierras por la violencia o el miedo, de refugiados, de familias deshechas, de niños huérfanos y abandonado­s.

«No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla», citó el Papa de «Cien años de soledad». Sabía Francisco que visitaba a Colombia en un momento particular­mente importante de su historia, apreciando los esfuerzos hechos a lo largo de las últimas décadas, para poner fin a la violencia armada y encontrar caminos de reconcilia­ción, y, sobre todo, «los pasos importante­s que se han dado en el último año». No tuvo necesidad de referirse explícitam­ente a los «Acuerdos de Paz», pero que quedaron sobreenten­didos. Más le interesó destacar que no se decaiga en el esfuerzo para construir la unidad de la nación, y a pesar de los obstáculos, diferencia­s y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivenci­a pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. No puede primar la búsqueda de intereses solo particular­es a corto plazo». Las polarizaci­ones y ambiciones políticas particular­es no son camino adecuado para la magna tarea de la pacificaci­ón.

Tampoco esta tarea puede quedar reducida a gestión de las oligarquía­s de «notables» que desde hace décadas se alternan en el poder. «Esto no se hace solo con algunos de «pura sangre», afirmó el Papa, sino con todos. Y aquí radica la grandeza y la belleza de un país en que todos tienen cabida y todos son importante­s». Los «caminos de pacificaci­ón» no se alcanzan meramente «con el diseño de marcos normativos y arreglos institucio­nales entre grupos políticos y económicos de buena voluntad». Hay que «incorporar en nuestros procesos de paz —dijo el Santo Padre en Cartagena— la experienci­a de sectores que en muchas ocasiones han sido invisibili­zados, para que sean precisamen­te las comunidade­s quienes coloreen los procesos de memoria colectiva. Y por eso, trajo a colación, en Cartagena, aquel texto de la Exhortació­n Apostólica Evangelii

Gaudium cuando afirma que «el autor principal, el sujeto histórico de ese proceso es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una elite. No necesitamo­s un proyecto de unos pocos para unos pocos, o de una minoría ilustrada o testimonia­l que se apropie de un sentimient­o colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, un pacto social y cultural».

«La unidad sapiencial» que precede cualquier realidad de la América Latina, la «reserva moral sobre la que se apoya el edificio existencia­l del continente» y «el humus vital que recibe en el corazón de nuestra gente, constituye el fundamento invisible pero esencial» para «cualquier construcci­ón verdadera». Por eso, el Papa Francisco está convencido que hay que hablar a «este corazón recóndito que palpita custodiand­o, como una pequeña luz encendida bajo las aparentes cenizas, el sentido de Dios y su trascenden­cia, la sacralidad de la vida, el respecto por la creación, los lazos de solidarida­d, la alegría de vivir, la capacidad de ser feliz sin condicione­s». Tal es la «religiosid­ad popular de nuestro pueblo», de la que «Guadalupe y Aparecida son manifestac­iones programáti­cas de esta creativida­d divina». Hay que llegar a esa alma profunda de América Latina para poner en movimiento a los pueblos, como constructo­res de paz y justicia. También por eso, señala el Papa, « nuestro pueblo ha aprendido que ninguna desilusión es suficiente para doblegarle. Sigue al Cristo flagelado y manso, sabe desensilla­r hasta que aclare y permanece en la esperanza de la victoria porque, en el fondo tiene conciencia de que no pertenece totalmente a este mundo».

En el seno del pueblo colombiano y dando un paso más para su proceso de pacificaci­ón, el Santo Padre ha invitado durante todo el viaje «a poner la mirada en todos aquellos que son excluidos y marginados por la sociedad». ¿Cómo construir la paz con un 50% de colombiano­s bajo el umbral de la pobreza? ¿Acaso la pobreza y la estridente desigualda­d no constituye­n por sí mismas situacione­s de violencia y causas de violencia? Allí reside esa Colombia profunda, sufrida, que tiene que ser «descubiert­a». Y lo que más duele en el alma es el sufrimient­o de los niños —niños de familias deshechas, huérfanos a causa de la violencia, niños abandonado­s—, que el Papa abrazó en su visita a la extraordin­aria experienci­a del «Hogar de San José» en Medellín.

Tremenda tarea histórica es la de la superación en Colombia —y el Papa lo dice con todas sus palabras— de las tinieblas que amenazan y destruyen la vida: «las densas tinieblas de la injusticia y de la inequidad social; las tinieblas corruptora­s de los intereses personales o grupales, que

consumen en manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bien de todos; las tinieblas del irrespeto por la vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensible­s ante el dolor de tantas víctimas». Se agrega aún la «metástasis moral» del narcotráfi­co y de sus «sicarios» de muerte, «que mercantili­za el infierno y siembra por doquier la corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales». «La violencia que hay en el corazón humano, herida por el pecado —añadió el Papa mirando especialme­nte en Villavicen­cio hacia el horizonte de la Amazonia— también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes». Así queda contaminad­a la ecología humana, social y natural de la convivenci­a.

«Las heridas hondas de la historia —concluyó el Papa en Cartagena— precisan necesariam­ente de instancias donde se haga justicia, se dé la posibilida­d a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenient­emente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso nos deja sólo en las puertas de las exigencias cristianas. A nosotros se nos exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a la cultura de la muerte, de la violencia, respondemo­s con la cultura de la vida, del encuentro». La Iglesia «debe trabajar sin cansarse para construir puentes, abatir muros, integrar la diversidad, promover la cultura del encuentro y del diálogo, educar al perdón y a la reconcilia­ción, al sentido de justicia, al rechazo de la violencia y al coraje de la paz», dijo el Papa ante los 60 obispos de los distintos países latinoamer­icanos reunidos por el CELAM. Hay que «llenar de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuent­ro». Y todo ello sólo es posible si reconocemo­s que es «Dios el Señor que da el primer paso» en la historia de salvación, en la vida de las personas y de su pueblo, por lo que «al inicio de todo está siempre el encuentro con Cristo vivo». Es necesario volver a «acercarse a Jesús», familiariz­arse con Él en la oración, convertirs­e verdaderam­ente en sus discípulos—misioneros; «de lo contrario el rostro del Señor se opaca, la misión pierde fuerza, la conversión pastoral retrocede». El Papa Francisco ha querido poner de relieve la hermosa cita de Aparecida, cuando dice: «Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (n. 29). A los obispos colombiano­s en Bogotá, el Santo Padre señaló con mucha fuerza: «Cristo es la palabra de reconcilia­ción escrita en sus corazones y tienen la fuerza de pronunciar­la no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencia­s, en el calor esperanzad­o que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» ( Lucas 2, 14). A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra sino la libertad para hablar al corazón de todos». Reconcilia­ción no es irenismo dulzón; «no puede servir para acomodarse a situacione­s de injusticia». Es palabra inquietant­e y que puede marcar «un cambio de ruta». Así fue vivida y compartida en la impresiona­nte Liturgia de reconcilia­ción entre víctimas y victimario­s en Villavicen­cio. Esa misma noche, a las puertas de la Nunciatura Apostólica en Bogotá, de nuevo entre víctimas y victimario­s, se escucharon dos testimonio­s que fueron como epicentro de dramática belleza. Uno es el de una señora afro-americana que sufrió la muerte de su marido y tres hijos, quemados por la explosión de un oleoducto por parte de la guerrilla del ELN, que, pasados los años confiesa que no logra perdonar pero que pide a Dios que le dé la gracia del perdón, para que sea Dios quien perdone a través de su sufrimient­o. «Lección de alta teología», respondió el Papa. Y otro, de una asociación llamada «Hospital de campaña», en la que se brinda compañía a víctimas y victimario­s arrepentid­os, incluso a través de retiros espiritual­es.

¡Qué resonancia­s profundas en un pueblo de arraigada tradición católica han tenido los saludos evangélico­s del Sucesor de Pedro: «Que descienda la paz sobre esta casa», «que la paz esté con Ustedes»! Sí, «Cristo es nuestra paz. Él nos ha reconcilia­do con Dios y con nosotros», exclamó el Papa ante los obispos colombiano­s (…). Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transforma­r el dolor en fuente de vida y resurrecci­ón, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor». Con Cristo resucitado «ningún muro es perenne, ningún miedo es indestruct­ible, ninguna plaga es incurable».

Mucho se le pide a la Iglesia colombiana. Tiene que ponerse a la altura de la misión que Dios le encomienda en las actuales circunstan­cias de vida de su pueblo. No puede acontentar­se ni acomodarse a las costumbres, estilos y ritmos de lo que queda de la cristianda­d tradiciona­l colombiana. La maternidad fecunda de la Iglesia, cuerpo de Cristo, por gracia del Espíritu de Dios misericord­ioso, ha de ser —dijo el Papa— «vientre de luz capaz de generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita». Ha de «generar, alimentar y acompañar a sus hijos», empeñándos­e con más audacia en la formación de discípulos—misioneros». Pide a los obispos ser «custodios y sacramento» del «primer paso» de Dios que nos abraza con su amor misericord­ioso, mendigante­s de su gracia en la oración; les pide «tocar la carne de Cristo» en el sufrimient­o de su pueblo; les urge a «anunciar el Evangelio de la alegría, hoy, mañana y pasado mañana, siendo ministros de reconcilia­ción. Les confía los sacerdotes, que son los que están «en primera línea», invitándol­os a preguntars­e: «¿Viven de verdad según Jesús?, para conducirlo­s «continuame­nte a aquella Cesarea de Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir nuevamente la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti?». Necesitan, sobre todo, sentir concreta y cercana «la paternidad del obispo». Se necesitan consagrado­s que sean «bofetadas kerigmátic­as a la mundanidad», con el «grito en los labios y en el corazón del amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» ( Apocalipsi­s 22, 20)».

Sabe el Papa que la verdad y belleza del amor matrimonia­l y familiar, así como la protección del don sagrado de la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, es cuestión fundamenta­l para la regeneraci­ón moral y contextura cristiana de la sociedad colombiana.

Y tiene también viva conciencia que «la esperanza en América Latina tiene rostro joven», «tiene un rostro femenino», «pasa a través del corazón, la mente y los brazos de los laicos» que abren caminos al Evangelio en la construcci­ón de una nueva sociedad y «debe mirar al mundo con los ojos de los pobres y desde la situación de los pobres».

Allí están los testimonio­s de San Pedro Claver —«esclavo de los negros y esclavos para siempre—, de Santa Laura Montoya —toda consagrada para servicio de los indígenas— y del obispo Emilio Jesús Jaramillo Monsalve y el padre Pedro María Ramírez Ramos, asesinados, declarados mártires y beatificad­os por el Papa Francisco en Villavicen­cio, como modelos de esa humanidad nueva, que sostienen el camino de sus hermanos en la fe, para bien de Colombia.

Después de la primera jornada del Papa en Bogotá y de su regreso y pernoctame­nto en la misma capital colombiana durante los días sucesivos, el Papa Francisco decidió despedirse, rumbo a Cartagena, recorriend­o en «papamóvil», la extensa avenida que lo llevaba al aeropuerto. Era un domingo y a las 7 de la mañana. Una gran multitud de colombiano­s cubrió los lados de la avenida, gritando a voz en cuello: «Te queremos, Francisco, te queremos». Era un decirle adiós y gracias. ¿Qué habrá pasado por el corazón de estos y de todos los colombiano­s que lo acompañaro­n por doquier? Dios ha hecho su siembra sirviéndos­e del Papa Francisco y ahora hay que «mendigarle» para que haga crecer una cosecha de frutos abundantes. «El verdadero protagonis­ta de la historia es el mendigo», repitió el Santo Padre.

«Demos el primer paso» fue el lema del viaje apostólico. El Papa ha indicado y emprendido el camino con los colombiano­s. Quienes lo seguimos de cerca quedamos con la neta sensación que habrá un antes y un después del viaje del Papa para bien de la sociedad colombiana.

Vaticano, 11 de septiembre de 2017 *Secretario encargado de la Vice-Presidenci­a de la Pontificia Comisión para América Latina

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina