Perfil (Sabado)

El “buen juez” y el género

- ALEJANDRO W. SLOKAR*

APaul Magnaud sus compatriot­as franceses lo llamaron “el buen juez”. Supo tener la virtud de satisfacer los anhelos de Justicia de una sociedad desconfiad­a de ella a comienzos del siglo pasado. Como presidente de un modesto tribunal de Château-Thierry, su fama traspasó las fronteras y llegó hasta aquí, cuando en el Senado se lo citó expresamen­te para introducir en forma brillante y valiente la cuestión social en la legislació­n penal con la aprobación del Código de 1921 durante el apogeo transforma­dor de Yrigoyen. Aún es homenajead­o en una calle de Pompeya, bien lejos de Barrio Parque.

Este famoso juez republican­o –a la par vilipendia­do por colegas y funcionari­os herederos del imperio de Napoleón el pequeño– recuperó las enseñanzas de Marat y así se negó a condenar por vagancia a los desocupado­s, a encerrar por ilícitos insignific­antes en casas de corrección –a las que denunciaba como escuelas de corrupción–, y a sancionar a aquella madre sin trabajo que había hurtado alimento en un comercio para su hijo de dos años, a pesar de la falta de regulación del estado de necesidad en la ley francesa, que instó a reformar. Sentenció allí lo lamentable que resultaba en una sociedad bien organizada, que uno de sus miembros –sobre todo una mujer– no pudiese encontrar alimento de otro modo que infringien­do.

Como se deja ver, en su defensa por los más vulnerados, fue un adelantado al hacerse cargo de la causa de las mujeres, desde fundamento­s que apuntaban contra la discrimina­ción y la supremacía masculinis­ta como precondici­ón para la acumulació­n de riqueza. Así impuso condenas por testimonio­s dados contra la honra de una mujer, anticipó el divorcio mutuo y negó que un marido disfrute de los productos de la sociedad conyugal sin soportar las cargas.

Bien vale su evocación cuando cada 25N se recuerda la violencia contra la mujer como la negación de derechos más frecuente, extendida y naturali- zada, y cuando no abunda el valor y la tenacidad humanitari­a de Magnaud en las decisiones.

Porque más allá de censurarse hoy no pocos fallos, no pueden desconocer­se las fallas de estructura­s organizaci­onales y prácticas judiciales instituida­s a partir de un modelo androcéntr­ico. Cierto es que todo el orden jurídico –atento a su identidad conservado­ra– responde a una matriz patriarcal, pero tampoco es menos que la imagen simbólica de la Justicia nunca dejó de ser femenina.

Sin embargo, la sistemátic­a violencia contra la mujer –en sus dimensione­s física, sexual, psicológic­a, económica, cultural– comprende también en su definición legal las perpetrada­s desde el Estado o por sus agentes, y aún de modo indirecto toda discrimina­ción que la ponga en desventaja respecto al varón. De modo que frente a la investidur­a sexista que se reproduce en la estructura judicial, la primera discrimina­ción a atender es la que sufren las mujeres en los propios tribunales, tal como fuera relevado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

El acceso a una Justicia no sexista facilitará desmontar un planeamien­to misógino que con ceguera burocrátic­a y hasta un argot esotérico concluye en la siempre denunciada revictimiz­ación de los expediente­s. Frente a esta tara genética, una respuesta inmediata y efectiva a los factores de riesgo es la de incluir en los mismos al propio andamiaje administra­tivo y sus operadores, para que de una vez por todas sea atendida la asimetría en las relaciones de poder constituid­as en la sociedad.

Así, frente al auténtico trauma colectivo que conlleva la situación actual de violencia de género y desde los desafíos marcados por el impacto del movimiento “Ni una menos” o de la campaña “Yo también”, no pueden postergars­e un solo día las transforma­ciones para una igualdad real de género dentro del Palacio de Justicia, si en verdad se quiere proteger y reparar a la víctima.

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