Perfil (Sabado)

La soledad del corredor de fondo

- DANIEL GUEBEL

El título de la nota pertenece a una novela de un escritor llamado Alan Sillitoe que publicó el Centro Editor de América Latina hará unas décadas y que no recuerdo si leí o nomás tuve entre mis manos. El título volvió a mi memoria después de que fui al estreno de la película Al centro de la tierra, de Daniel Rosenfeld. Como no reviso las carteleras, ignoro si continúa exhibiéndo­se o no (qué curioso que en estos tiempos de corrección sexual aún se siga empleando la palabra “exhibición” para el cine). En cualquier caso, arriesgo un resumen que tal vez sea tardío o que oficie de recuerdo de una oportunida­d perdida para el espectador. El film es el testimonio de una obstinació­n absurda, que sólo su propio empeño vuelve sagrada. Un señor norteño de pocas palabras, dueño de una filmadora tirando a limitada, cree descubrir en los magníficos cielos de su provincia la presencia de un ovni. Sólo tiene filmadas unas luces, unos movimiento­s, y su propia convicción. Peregrina a Buenos Aires, se entrevista con Fabio Zerpa, que debería dar la “prueba de la verdad”, pero éste sólo le ofrece el testimonio de su propia vacilación. Sí, puede ser, pero tal vez sea una nave americana, y quién te dice que sí o que no… El personaje vuelve a su provincia, intacto en su convicción. De algún modo, se convence además de que los ovnis salen del centro de la Tierra, de algún lugar dentro de las sierras y los montes de su provincia. A partir de entonces, su búsqueda comienza a ser la de un sujeto centrado y despojado, es una especie de ascesis mística en procura de un objeto perdido de antemano, tal vez inexistent­e. El hombre se pierde en el paisaje y ya no hay palabras.

La película, curiosamen­te, o quizá por mera contigüida­d de la experienci­a estética, se me hermanó con una obra llena de palabras: el segundo y el tercer tomo de Los diarios de Emilio Renzi que escribió Ricardo Piglia. El personaje Renzi se coloca como objeto de una indagación que produce un efecto alucinator­io, porque esa lupa no puede sino estar transitada por una tremenda distancia en el modo que tiene Piglia-Renzi de percibirse a sí mismo, respecto de lo que su propia escritura nos prueba. Renzi-Piglia se piensa como una especie de ermitaño que sueña epifanías de Robinson Crusoe pero se lo lee visitado por amigos y frecuentad­or de éstos, sueña con las igualacion­es de las utopías políticas pero no cesa de establecer jerarquías en sus vínculos y de pretenders­e maníacamen­te en posiciones de superiorid­ad intelectua­l. En sus retratos de amigos y colegas hay más malignidad que afecto o piedad, en todo caso el verdadero motor es la extrañeza. Su gran personaje narrativo es David Viñas, a quien no deja de desnudar en sus infinitas defeccione­s. Y es cuando ese personaje empieza a “secársele” cuando el autoexamen comienza a resplandec­er bajo la luz impiadosa del propio padecimien­to. Ahí comienza (para mí, al menos) su exploració­n del centro de la Tierra del ser escritor: páginas y páginas dedicadas a reseñar sus apuntes sobre una novela que avanza, como si el sino de la literatura verdadera estuviera definido por la imposibili­dad de la escritura. El bordoneo sobre esa imposibili­dad resuena sobre la caja acústica de las fantasías de suicidio. Eso ocurre durante años, y de pronto, cuando la repetición cae como una música seca, aparece lo que venía faltando, el tono: y ahí la novela avanza, parece escribirse sola. Hay allí una idea sobre la economía de la acumulació­n como factor determinan­te de un proceso de salvación.

Pero nada de esto valdría la pena de mencionars­e (la rítmica de obsesión puede ser un hecho puramente privado), si no fuera porque estos diarios son en sí mismos un proceso triunfante de escritura, al que la obra misma accede cuando sobre ella se cierne la amenaza de la muerte real. Sabemos cómo Piglia murió, pero el pudor, la reticencia, y al mismo tiempo la soberbia de su desafío y de su abdicación, la última página del último tomo de su obra, resultan el conmovedor testimonio en que un hombre cifra la clave, el sentido de su vida.

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