Tierra prometida
La identidad, de esta manera, entraba en divergencia más que nada consigo misma
Esa promesa me fue inculcada desde muy temprana edad, bajo el formato circunstancial de un brindis o de un saludo de despedida. Yo la repetía, un poco porque sí, un poco sin pensar, como tiende a pasar con las fórmulas en los años de la infancia. Uno dice lo que le dicen, o bien lo que le dicen que diga: “El año que viene, en Jerusalén”.
Con el tiempo fue surgiendo en mí un atisbo de perplejidad: ¿por qué tenía que prometer yo, si era ella (esa tierra) la prometida? Y con el tiempo, a su vez, esta inquietud: ¿no estaba acaso prometiendo en falso? Yo no tenía la más mínima intención de estar en Jerusalén tan pronto como el año siguiente; ni tampoco, a decir verdad, el siguiente o el siguiente o el siguiente. No estaba en absoluto dispuesto a reparar esa presunta inadecuación transitoria, la de mi diáspora, para dar por fin con mi lugar: el de mi pertenencia (y en ese caso, ¿quién le pertenecía a quién, exactamente?).
No iba a hacerlo, y lo sabía: falseaba entonces cada brindis, falseaba cada saludo, y entendí que estaba mal. “Aliá” me sonaba siempre a “allá”, pronunciado en un castellano impropio, y lo cierto es que yo iba, mientras tanto, forjando mi judaísmo de acá: Buenos Aires, entre Núñez y el Bajo Belgrano, la Boca por proyección, la Plaza de Mayo y su entorno. Pasó más tiempo y, con el tiempo, otra evidencia: que esa ciudad, la prometida, no era de uno sino siendo también de otros; no el lugar de la mismidad total, finalmente reconciliada, sino algo en verdad preferible: mismidad y alteridad, adosadas o en entrevero, teniendo que convivir, armonizar, integrarse. La identidad, de esta manera, entraba en divergencia más que nada consigo misma, y de esa forma las cosas me resultaban mejores, más abiertas, menos rígidas, más de la vida y menos del dogma, más de las personas y menos de las trascendencias.
Pero las cosas siempre pueden empeorar. Como prueba, Donald Trump.