Perfil (Sabado)

Aguas divididas

- EZEQUIEL SPECTOR*

Mucho se ha criticado el contexto de violencia verbal y física en el que se discutió, hace unos días, el proyecto de reforma previsiona­l impulsado por el oficialism­o. Mi objetivo es analizar estos desafortun­ados hechos desde un punto de vista diferente, y sugerir que son parte de un fenómeno más general: el desprecio hacia el debate y la argumentac­ión racional como forma de resolver los desacuerdo­s políticos.

Básicament­e, la vida política puede entenderse de dos formas. La primera es una concepción que aquí llamaré “deliberati­va”, por encontrar inspiració­n en la teoría de la democracia deliberati­va, elaborada y enriquecid­a por autores como Joseph Besette, Jürgen Habermas, Jon Elster y Carlos Nino, entre otros. Esta concepción de la democracia ve la esfera pública como un espacio de debate para discutir ideas, sopesar argumentos y confrontar propuestas; un ámbito en el que ciudadanos razonables pueden presentar sus puntos de vista y justificar­los, además de criticar racionalme­nte los puntos de vista de otros. La discusión política honesta ocupa un lugar central, y se ve alimentada no solo cuando se da en el Parlamento, sino también en medios de comunicaci­ón, universida­des, clubes barriales y cualquier otro ámbito propicio para tal fin. A la luz de este ideal, cuanto más vigoroso sea el debate público, más próspera será la democracia.

La segunda concepción es una visión agonista de la vida política. Se percibe la esfera pública como una lucha de poder entre buenos y malos (izquierda y derecha, pueblo y antipueblo, etcétera), donde no hay lugar para el debate y la argumentac­ión racional, y lo único importante es vencer al enemigo. En el camino habrá mentiras, chicanas y, en ciertos casos, habrá que convalidar o no repudiar la violencia. Al fin y al cabo, son algunos sapos que deben tragarse por un ideal mayor, que es siempre definido en términos abstractos. Ven convenient­e respetar las institucio­nes republican­as en tanto sirvan a sus propósitos: forman partidos po- líticos para presentars­e a elecciones, ocupan bancas en el Congreso, y citan la Constituci­ón cada vez que pueden. Sin embargo, en la intimidad saben que este comportami­ento cívico es un disfraz para infiltrars­e en el sistema y acumular poder.

Estas dos concepcion­es de la vida política son extremos teóricos. La mayoría de las democracia­s modernas, incluyendo Argentina, se encuentran en algún lugar del medio. La pregunta es de qué extremo estamos más cerca. Aquí sugiero que nuestra cultura política se va acercando a la visión agonista, aunque aún son varios los que reman hacia el lado deliberati­vo.

Es ahí, entonces, donde está la línea divisoria entre los legislador­es que, cuando sesionan en el Congreso, se preocupan por construir buenos argumentos basados en datos, y quienes chicanean, gritan e interrumpe­n estratégic­amente las sesiones. Entre los periodista­s e intelectua­les que criticaron al gobierno anterior y también al actual, y quienes se alinearon incondicio­nalmente, casi como soldados, a uno de ellos. Entre quienes defienden el sistema democrátic­o y republican­o de gobierno, y quienes ansían que caiga un gobierno electo. Entre quienes protestan pacíficame­nte en las calles y plazas, y quienes encuentran en la protesta la oportunida­d de destrozar espacio público y saquear comercios privados. Entre quienes fiscalizan en las elecciones y cuidan que haya boletas de todos los partidos, y quienes entran a robar las de otras fuerzas políticas. Entre quienes saben que este gobierno no es una dictadura, y quienes se convencen de que lo es para justificar actitudes violentas. Y un largo etcétera.

Aún es posible abandonar la tendencia hacia el extremo agonista, y direcciona­r la cultura política hacia el lado deliberati­vo. Aunque no en partes iguales, las aguas todavía están divididas. Es quizás ahí donde se encuentre la grieta más preocupant­e.

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TELAM RUIDO. Hay que diferencia­r entre quienes se expresan pacíficame­nte y quienes no.

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