Perfil (Sabado)

MEMORIA DELJUEGO

GALEANO ERA UN BUSCADOR DE HISTORIAS. Y EL FUTBOL, SE SABE, ES UN AMBITO QUE PERMANENTE­MENTE REGALA EPISODIOS PARA CONTAR. DURANTE 50 AÑOS EL URUGUAYO ESCRIBIO RELATOS, RETRATO PERSONAJES, NARRO MOMENTOS EPICOS Y ELOGIO A GANADORES Y PERDEDORES. ESOS TEXT

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EEn uno de sus cuentos, Soriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas.

Diez años después, cuando Soriano llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocid­o lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo:

—¡Gol, no! ¡Golazo! –gritó–. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! –y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo. Después, se cubrió la cabeza: —¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron!

Soriano, boquiabier­to, escuchaba con la valija en la mano.

—¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! –gritó el entusiasta. Y señalándol­o con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando: —A éste, yo le salvé la vida. Y les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca que se había armado al fin del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones. Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no hablo por hablar, que una equivocaci­ón vaya y pase, a cualquiera le sucede, pero un error así…

—Me quedé mudo. Me vi venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un país, mi país, donde todos son doctores en la materia. Cerré los ojos y acepté mi condenació­n:

—El Mundial del 30 –acusó la voz, gastada pero implacable. —Sí –musité. —Fue en julio. —Sí.

—¿Y cómo es el tiempo en julio, en Montevideo? —Frío. —Muy frío –corrigió la voz, y atacó: —¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! ¿De paja? –se indignó–. ¡De fieltro! ¡De fieltro, eran! La voz bajó de tono, evocó: —Yo estaba allí, aquella tarde. 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso. Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros… los hice yo. El pasto crecía en los estadios vacíos.

Pie de obra en pie de lucha: los jugadores uruguayos, esclavos de sus clubes, simplement­e exigían que los dirigentes reconocier­an que su sindicato existía y tenía el derecho de existir. La causa era tan escandalos­amente justa que la gente apoyó a los huelguista­s, aunque el tiempo pasaba y cada domingo sin fútbol era un insoportab­le bostezo.

Los dirigentes no daban el brazo a torcer, y sentados esperaban la rendición por hambre. Pero los jugadores no aflojaban. Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo y levantaba a los caídos y empujaba a los cansados: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil.

Y así, al cabo de siete meses, los jugadores uruguayos ganaron la huelga de las piernas cruzadas.

Un año después, también ganaron el campeonato Mundial de Fútbol.

Brasil, el dueño de casa, era el favorito indiscutib­le. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto del destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificad­a en sus altares en la ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga fue entonces capitán de una victoria imposible. Viene brava la mano, pero Obdulio sa-

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